El enigma Kornilov y la Plaza Lubianka

Por admin

Viernes, mayo 02nd, 2008 5:46pm

Moscú, jueves 1 de noviembre de 1990

Definitivamente la República de los Soviets me ha convertido en un superviviente. La última prueba que me ha deparado el destino moscovita casi acaba conmigo: horas y horas entre enrevesadas variables complejas e imposibles operadores hermíticos por obra y gracia del misterioso profesor Kornilov. Pese a todo, he confirmado que soy feliz entre cálculos de ceros exteriores y otros placeres físicos… Dios… Placeres físicos… Rumanía está cada vez más cerca. Estoy perdido y aterrado. Ojalá diera con la fórmula para evaporarme. No pego ojo desde que Negro decidiera ponerle fecha de defunción a mi jienense virginidad. Tic-tac, tic-tac. El reloj no se detiene y el sábado está ya a la vuelta de la esquina. Me puede el pánico. Temo morir de un infarto antes de llegar siquiera a atisbar los Cárpatos…

La aventura de variable compleja comenzó ayer por la mañana, cuando el profesor Kornilov me dio los buenos días y se sentó conmigo a desayunar en la facultad. Teniendo en cuenta que el tipo es conocido entre los alumnos como “Mr. Parco” y no habla más que cuando está dando clase, me sorprendió mucho su acercamiento. Pizca más o menos, así fue la conversación tal y como la recuerdo:

Usted es el camarrada Romero, ¿si?

Eh… Sí.

¿Puedo sentarrme?

Claro… No sabía que hablara castellano…

Mi padre murió en la guera de su país. Dejó escrito que querría que sus hijo aprendierran a hablar español. Mi madre hizo todo lo posible. Me crié con niños de la guerra españoles en Jarkov.

Kornilov hace una pausa para engullir un par de cucharadas de Kasha. Luego se limpia metódicamente la boca. Me mira a los ojos fijamente. Tiemblo en mi silla. Sigue mirándome. No he visto un tío más serio en toda mi vida. Trato de disimular mi pavor.

Negro me habló de ti. Dice que tienes excelente facultades con el cálculo y ansias por aprrender.

Yo le sonrío y no alcanzo más que a devolverle una especie de mueca complaciente. Kornilov abre su roída cartera de cuero y saca una cuartilla. La pone encima de la mesa y me la acerca.

Tienes veinticuatro horas, ni una más.

Miro la hoja de reojo. Está llena de problemas de variable compleja y de mecánica cuántica.

Si te rrindes, Negro estará equivocada y no serás quien dice que eres.

Definitivamente me cago por la pata abajo. Él apura su aguado café con leche y se levanta. Mira su reloj muy serio.

Veinticuatro horras.

Tras la parca conversación, Kornilov salió del comedor, se perdió por el pasillo y me dejó patidifuso ante los problemas de cálculo más complejos con los que me he topado en mi vida. ¿Por qué narices ese tío, mitad momia mitad témpano de hielo, se había parado a hablar conmigo y me había puesto tamaña prueba? ¿Qué le habría contado Negro de mí?… Tras unas horas dándole vueltas a los susodichos problemas, entre ceros exteriores derivables y funciones imposibles, decidí regresar a la residencia a buscar al responsable de los atores que me dominan desde hace unos días: el misterioso acercamiento del profesor Kornilov y la aterradora excursión a Rumanía que me espera en tan sólo 48 horas y que me tiene descompuesto.

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Instantanea del profesor Kornilov. Moscú, años 80.

No me costó demasiado encontrar a Negro, estaba en el comedor de la residencia devorando unos pilmieni y arreglando el mundo con un etíope bautizado por la tropa hispana como “el espiga”. (NOTA: los pilmieni, пельмени en ruso, son una especie de empanadillas pequeñas rellenas de carne que se hierven en agua o en caldo de pollo. Es una tradición en la cocina bola y te apañan una comida cuando los encuentras. Las familias suelen prepararlos en grandes cantidades y luego congelarlos, porque basta con hervirlos para que estén listos en unos pocos minutos. Se suelen acompañar de mantequilla o smetana y se condimentan con sal y con pimienta. La tal smetana –-сметанa- es una especie de nata agria que los bolos usan a troche y moche. A mi no me gusta un pelo y me paso la vida quitándola de todos los platos como un poseso. Um… a propósito de los pilmieni congelados, en la residencia no tenemos neveras, así que toda la peña guarda los alimentos que encuentra por las tiendas en las habitaciones. Solemos meterlos en bolsas y colgarlos por las ventanas para que se conserven al fresco. La vista de la fachada de la residencia es surrelista: de casi todas las ventanas cuelgan morrales con papeo). El caso es que tras engullir una docena de pilmieni y achicharrarme la lengua del hambre que tenía, el Negro tuvo a bien suspender su intensa conversación con el espiga y hacerme caso. Cuando le conté el episodio vivido en la facultad con Kornilov, se limitó a sonreír y a decirme que dejara la mochila con los libros en mi cuarto, que la tarde la íbamos a pasar por ahí. Como le dije que Kornilov me había contado en casi perfecto castellano que su padre había muerto en España en la guerra civil, me propuso llevarme a visitar el local que los niños de la guerra españoles tiene en la Plaza Lubianka. Negro me contó que esos niños eran ya unos ancianos y que habían llegado a la URSS huyendo de Franco, debido a que sus padres habían sido republicanos represaliados tras la guerra, muchos de ellos exiliados y otros tantos asesinados. Pero antes de dirigir nuestros pasos hacia la Plaza Lubianka, Negro tenía que hacer una parada en el banco…

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Plato de Pilmienis

Sí amigos, en la URSS hay bancos, pero no tienen mucho que ver con los que hay en España. ¿Que por qué? Veamos la experiencia vivida en la sucursal bancaria que hay frente a la residencia y en la que Negro tiene depositada cierta cantidad pírrica de rublos. Así fue más o menos la visita: 1. Entramos a unas oficinas en las que, como en toda institución soviética, parece haberse detenido el tiempo. De no ser por el actualizado almanaque que reposa sobre el mostrador, hubiera jurado que estábamos en los años setenta. 2. Una señora con cara de mala leche, como en toda institución soviética, nos pregunta qué queremos. Negro le enseña su carné de estudiante y le dice que quiere sacar dinero de su cuenta. La funcionaria le acerca un pequeño formulario y un bolígrafo. La cara de esa mujer me provoca un agrio escalofrío: destila mala leche por los cuatro costados, con lo tranquila que estaba ella, hemos llegado nosotros a joderle la tarde obligándole a trabajar. La caña. 3. Negro rellena el formulario y se lo entrega a la señora, que lo lee atentamente con su pose de malaje revenida. 4. La funcionaria se dirige hacia una especie de archivadores que tiene junto al mostrador, abre uno de ellos y busca entre un montón de fichas atravesadas por un cordel y ordenadas alfabéticamente. Da con la de Negro, desata el cordel, saca las fichas que la preceden y se acerca a nosotros con la ficha en la mano. 5. La mujer se asegura de que la cantidad que Negro ha anotado en el formulario es la que realmente quiere sacar. Entonces, la camarada banquera coge un boli, tacha la cantidad que figura en la cuenta de Negro y anota la cifra que queda al restarle el dinero que éste va a sacar. Luego vuelve a meter la ficha en el archivador correspondiente, mete las demás y vuelve a atar el cordón. Se pierde por una puerta. 6. A los pocos minutos vuelve a aparecer y le entrega a Negro los rublos que había solicitado. Chimpún. O sea, que aquí los bancos ni intereses, ni negocio, ni leches. Tal y como dice Negro, “son lo que tienen de ser, depósitos donde la gente mete las pelas para que se las guarden. Punto”. Lo flipo.

Tras la inmersión en el sistema bancario bolo, nos pusimos en marcha hacia el local de los niños de la guerra, que está muy cerca de la sede central del KGB. Glups. Según cuentan, Lubianka es una de las plazas más vigiladas del planeta y a los bolos no les gusta mucho pasar por allí, por lo que pueda pasar. El edificio en cuestión da muy mal rollo a la gente. No me extraña, tiene una pinta muy malita. No sé si será porque uno ya va sugestionado, pero sólo de verlo me han temblado las canillas. Además, la plaza está presidida por una escultura de Dzerzhinsky, el fundador del KGB. Al llegar al lugar nos topamos con un montón de gente que se arremolinaba en una de las esquinas de la plaza. Resulta que el miércoles inauguraron un monumento a todos aquellos que se pasaron por la piedra en la época de Stalin. El monumento consiste en una simple roca y hay unos cuantos ramos de flores a su alrededor. Algunas personas guardan silencio, hay mujeres que lloran y hay gente que conversa sobre el asunto. Pese a que mi ruso va viento en popa gracias a las clases intensas de la camarada Popova, no llego a entender ni papa de las discusiones. Negro me traduce que un tipo dice que lo de la piedra esa en medio de la calle no le convence mucho mientras siga existiendo la KGB y el edificio monstruoso a tan sólo unos metros. Otro dice que eso es la Perestroika, hacer que parezca que las cosas cambian mientras que todo sigue igual. Hay quien no comparte esa opinión y la discusión sube de tono. Una señora cuenta que su padre fue desaparecido por Stalin en los años cuarenta. Se masca la tensión en el ambiente…

El local de los niños de la guerra está entre el susodicho edificio del KGB y el Dietski Mir (Детский мир, literalmente “mundo infantil”), unos grandes almacenes dedicados por entero a los niños. Al llegar al local lo primero que uno se encuentra es un retrato enorme de una viejuna que sonríe presidiendo la entrada. Negro me dice que es “La Pasionaria”, esa mujer a la que idolatran las señoras camaradas del ropero de la facultad. Nos adentramos en el local, en el que no hay mucha gente y la media de edad está en los setenta años. Mujeres conversando, música española del año de la tana sonando desde un viejo tocadiscos… Apasionante. Un señor se nos acerca y abraza a Negro efusivamente. Nos ofrece un café que, según cuentan, es el mejor que uno puede tomar en toda la ciudad. Bien, a partir de aquí empezó el acabose, bueno, mi acabose…

Como me falta un hervor y estoy en la inopia, me dejé llevar por lo mítico del lugar y, ni corto ni perezoso, me pimplé el primer café de mi vida. Luego, llevado por lo interesante de la conversación con el señor amable y dado el nivel de consumo del líquido negro que demostraba idem, me tomé otras tres tazas de café sin pestañear. Justo en el momento en que Negro y el señor amable sacaban un tablero de ajedrez, yo comenzaba a sentir unos escalofríos y unos sudores de la leche, amén de unos retortijones que atribuí al abrazo fraternal entre la cultura cafetalera de puchero y el dudoso estado de la carne que envolvían la docena de pilmienis que había engullido en la residencia. Corrí al baño y evacué el abrazo fraternal unas diez veces, todo ello entre unos escalofríos tremebundos y un estado de nervios como en mi vida había sentido. Descompuesto e histérico, me senté en un rincón del local y me enfrasqué en los enrevesados problemas de Kornilov hasta vencer las ecuaciones que se me resistían y los nervios que me dominaban, quedándome dormidísimo durante un par de horas. Cuando desperté, Negro estaba a mi lado revisando los ejercicios. Tras unos segundos, me devolvió el arrugado papel, sonrió y se fundió conmigo en un abrazo que yo atribuí a la cazalla que había pimplado en compañía del señor amable.”Lo sabía… Bienvenido”, me dijo en medio del abrazo cazallero. Tras despedirnos del señor amable y protagonizar dos excursiones más a los excusados, salimos del local dando tumbos, yo por los estragos de la cafeína y Negro por el nivel de cazalla en sangre.

Por el camino no hubo manera de descifrar el misterioso “Bienvenido” de Negro, pero me contó que el señor amable se llama Luis Mercader y es el hermano del tipo que asesinó a Trotsky. La caña. El pirao que mató al tal Trostky era español. Yo sabía que Stalin había ordenado que se lo quitaran de en medio porque Hugo, el hondureño, me había soltado el rollo sobre la obra y milagros del padre de su secta una mañana en que me pilló despistado y no pude huir a tiempo. Negro me ha dicho que es un gusto visitar a los niños de la guerra, porque cuentan unas historias alucinantes y se aprende un montón de este país. Lástima que el estrago cafetalero me privara de las conversaciones. Al menos me provocó milagrosamente la lucidez suficiente como para superar la imposible prueba de Kornilov. Tengo que volver a visitar a los encantadores niños viejunos…

De excursión por la ciudad y otras (futuras) vicisitudes…

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Lunes, abril 14th, 2008 7:03am

Moscú, martes 30 de octubre de 1990

Tras haber estado unos días alejado del diario, retomo el relato apresurado de mis días moscovitas. Me ha costado reponerme del viaje a Kiev y de la caña de las emociones vividas. Está claro que el tiempo aquí es de otra manera. Me siento atrapado en una paradoja permanente: como si viviera otra época, un tiempo congelado en el que, sin embargo, las cosas van más rápido que en mi vida jienense. Lo que está claro es que hay un antes y un después de mi viaje a Moscú. En un par de meses he vivido más que en todos mis años anteriores. Definitivamente la ecuación de Schrödinger no vale una mierda y la mecánica cuántica es relativista o no es. Como si debajo de esta ciudad hubiera un gran imán y la URSS fuera la entidad geométrica en la que se desarrollan todos los eventos físicos del universo. Lo flipo. ¡Viva el spín del electrón y todos los positrones!…

Tal y como les prometimos a Diego y a Modesto, no hemos dicho ni una palabra de nuestro periplo ucraniano. Nos hemos limitado a entregar a los veteranos el falso documento de las autoridades azerbaiyanas y a fingir una supina indignación por habernos mandado de cabeza al matadero caucásico. Punto. Se lo han tragado de cabo a rabo y han dado el documento por bueno. Espero que Mesa no se vaya de la lengua.

Lo más reseñable de los últimos días han sido las horas y horas que estuve con Negro resolviendo problemas de física y matemáticas el sábado pasado. Ese tío es la caña. Un cerebrito. La verdad es que me estoy dando cuenta de que mucha de la peña española que anda por aquí no es normal. Aparte de ser raros de cojones, tienen una inteligencia poco común y son muy buena gente en general. A mí me mola, porque de por sí en mi familia y en mi pueblo siempre he sido un bicho raro. Aquí me siento más a gusto que un arbusto.

El caso es que el alucine debió ser mutuo, porque Negro flipó cuando le resolví un problema de termología que se le había resistido desde hacía meses. Por eso me sacó de la cama el domingo por la mañana y me llevó de paseo por el centro de la ciudad. Yo me emocioné porque me dijo que soy “uno de los suyos” y me dio la bienvenida al “club”. Yo todavía no sé qué club es ese, pero, muy misterioso y serio, me ha prometido que en breve lo voy a saber.

Cada vez me mola más esta ciudad. Sigo echando de menos las distancias cortas de Torreperogil y el ir en bici a todas partes, pero la inmensidad de las avenidas moscovitas y lo grande que es esto empieza a gustarme. Eso de estar en un sitio en el que viven casi nueve millones de personas me alucina. Todos los días me cruzo a un montón de peña por la calle o en el metro con una altísima probabilidad de que no vuelva a verlos en toda mi vida. La caña.

Como aunque hacia algo de rasca el día era soleado, la primera parada de la excursión con Negro fue en el Parque Gorky o Parque Central de la Cultura y el Descanso (Центральный парк культуры и отдыха –ЦПКиО- им. Горького), un inmenso parque pegado al río Moscú que fue abierto en 1928 y que tiene más de cien hectáreas, incluidos un par de estanques con barcas, enormes paseos, atracciones mecánicas, restaurantes, áreas de baile y un auditorio para conciertos. Los fines de semana se juntan muchas familias bolas, sobre todo en verano. Cada quince días, Negro acude al parque a seguir una partida de ajedrez que mantiene con un viejito moscovita desde hace un par de años. El octogenario se llama Volodia Sergéevich Morózov y combatió en la guerra civil española. Me acordé mucho de mi abuelo y sus batallitas cuando Negro me lo presentó. El caso es que cada dos semanas se juntan con el pretexto de su partida de ajedrez, se beben una botella de vodka, se comen un par de pescados ahumados que el tipo lleva envueltos en papel de periódico y arreglan el mundo. Además, el viejo aprovecha para desempolvar su atascado castellano y le cuenta a Negro sus aventuras en España con pelos y señales. Al parecer las historias son la leche y él lo va juntando todo en una libretita que tiene con la idea de ayudar al anciano a escribir sus memorias. Este Negro no deja de sorprenderme. (NOTA: además de conocer al viejo Volodia Sergéevich, la visita al parque Gorky me descubrió dos cosas: 1. Que el tal Gorky era un escritor soviético tan importante como para que ese parque y una de la avenidas principales de la ciudad lleven su nombre. 2. El descubrimiento verdaderamente importante: el maravilloso mundo del shashlyk -Шашлык-, una especie de pincho moruno de ternera o de cordero que los bolos preparan a la brasa. Como llevaba un moco del Orinoco debido a los vasos de vodka ingeridos con el anciano ajedrecista, Negro me obligó a engullir un par de shashlyk para echarme algo contundente al estómago y ayudarme a bajar la mona. La verdad es que no hizo falta que me presionara mucho. Lo ajustado de nuestra dieta habitual dadas las estrecheces alimenticias y lo sabroso de la carne, marinada con una especie de vinagre aromático, hicieron su parte. Al parecer el origen del shashlyk es hebreo y fueron los judíos los que lo extendieron por Rusia y Mongolia).

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República de Shashlyk en el parque Gorky

Tras la visita al mítico parque de la cultura y la partida de ajedrez de rigor entre Negro y el señor Volodia, dirigimos nuestros pasos hacia Arbat, una calle que está pegada a la Avenida Kalinin y que me ha parecido la leche. El Cangas dice que era por el pedo que llevaba debido al vodka que habíamos pimplado en los jardines del señor Gorky, pero la verdad es que la calle Arbat me sorprendió muy gratamente. Familias paseando, músicos callejeros, pintores, trapecistas, artesanos, gente discutiendo de asuntos políticos, borrachos durmiendo la mona, restaurantes, puestos de helados… Y lo más alucinante, un mausoleo improvisado a un cantante de rock muerto el 15 de agosto pasado. Un montón de peña joven rindiéndole culto, encendiendo velas junto a un muro lleno de mensajes de homenaje, de dibujos y fotos del tipo. Había chicas que lloraban a moco tendido. Otros cantaban sus canciones. Negro me contó que el sujeto de tamaño tributo se llamaba Víctor Tsoi y que era el cantante de un grupo de Leningrado: Kino (Кино), que en ruso quiere decir “Cine”. Al parecer, Tsoi simbolizaba la rebeldía de muchos jóvenes contra el Estado y las autoridades soviéticas. Su prematura muerte en accidente de tráfico lo ha convertido en un héroe. Muchos dicen que en realidad lo ha matado el KGB. Quién sabe. El caso es que a Josemi le encanta su música y me ha pasado varios discos. Llevo un par de días escuchándolos y cada vez me gustan más. Además de que mola escuchar música en bolo y ya voy empezando a pillar cosas gracias a las maratonianas clases de ruso que padecemos de lunes a sábado, la verdad es que me gusta un huevo el rollo que tienen las canciones. Entre Visostski, Kino y los discos de opera del Negro, estoy flipando.

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Fans de Kino en la Calle Arbat. Moscú, 1990.

De las interesantes conversaciones con Negro mientras recorríamos de arriba abajo la calle Arbat, los pasajes más significativos fueron los siguientes:

1. Fruto de la melopea que llevábamos me dio por sincerarme y contarle que soy virgen. A parte del inicial ataque de risa que le dio al cabrón de Negro, se mostró muy comprensivo conmigo y me prometió que “eso lo vamos a solucionar echando hostias”. Resulta que en la residencia de estudiantes de la calle Vernadsky habitan “unas jóvenes rumanas bastante alegres que gustan de finiquitar virginidades ajenas” (en palabras del propio Negro). Precisamente el próximo fin de semana hacen una fiesta en su habitación. “Del sábado no pasa”. Estoy aterrado. Llevo tres días sin pegar ojo, soñando con indómitas y despampanantes sobrinas del conde Drácula en excursiones terroríficas a Transilvania. Dios… ¿Por qué le confesaría mis intimidades a nadie? Estoy perdido.

2. La naturaleza de la conversación sobre mi castidad derivó en reflexiones irrepetibles sobre las virtudes y limites del onanismo, entre otras espeluznantes cosas. Fruto de la conversación me di cuenta de que he superado lo de la bella Mirela más rápido de lo que pensaba. Cuando Negro me felicitaba por ello, le confesé que una nueva mujer anida en mis adentros: cada vez que me cruzo por los pasillos de la residencia con Isabel, la arqueóloga madrileña, me da no sé qué por la tripa y me pongo como un flan. Todo empezó en medio de la melopea que se desató en el campeonato de mus el otro día. Hubo un rato en que estuvimos muy juntos y nos reímos mucho. Hasta me abrazó y me dio varios besos fruto, sin duda, de su condición de beoda irremediable. Según Negro, lo que tengo es una tontería de cojones y lo que me hace falta es desvirgarme y dejarme de hostias. Yo creo que no. Isabel me hace tilín, amigos.

3. Justo al principio de la calle Arbat hay un letrero luminoso enorme sobre la azotea de un edificio: “Gloria al trabajo”. Esa fue la excusa para que Negro se pusiera a hablar sin parar de cómo la han cagado los bolos y de que ese era precisamente uno de los problemas del socialismo. “¿Los letreros luminosos?”, pregunté yo. “No, gilipollas, la puta veneración del trabajo”, me respondió con un gesto de profundo disgusto. Luego yo le dije que no me parecía que la gente currara mucho en la URSS a tenor de cómo son las cosas en Moscú. Él me dijo que sí, que era verdad, pero que el problema era “la moral del puto trabajo” y como los bolos hicieron de ella el centro de su proyecto de país y de revolución. Resulta que los nazis no lo veían de manera muy diferente. Prueba de ello es que en la puerta de Auschwitz colocaron un letrero muy parecido. “Los extremos se tocan”, dije yo sacándome de la manga la frase favorita del insulso profesor de ética que teníamos en el instituto (Don Tomás, concejal de cultura de mi pueblo por un partido que se llama CDS). Fue pronunciar la frasecita y Negro cambió de color y entró en cólera. Indignado como nunca le había visto antes, me soltó a gritos un rollo que te cagas desmintiendo a Don Tomás, hablándome de que el problema había sido Stalin, que como se me ocurriera comparar a los nazis con los bolos otra vez me iba a dar hostias hasta en el carné de identidad y no sé qué rollos más que acabaron con un contundente “vamos a tener que formarte echando leches si realmente te queremos dentro del club”. Sí, amigos, de nuevo el misterioso e intrigante club. Cuando le pregunté sobre el asunto, Negro no soltó prenda y cambió de tema rápidamente. (NOTA: fruto de mi metedura de pata y dado el lugar exacto en el que tuvo lugar, he sido condenado por el Negro a leer un libro de un tal Anatoli Ribakov que dice que es la caña. Se llama Los hijos del Arbat y, aunque fue escrito hace un huevo de tiempo, hasta hace tres años no fue permitida su publicación en la URSS. La novela, que es un retrato de la dureza de la vida en tiempos de Stalin y de lo chungo del personaje en cuestión, se convirtió en el libro más leído del año y se agotó rápidamente. El año pasado salió una edición del libro en castellano, que es la que tengo que leerme bajo amenaza de muerte de Negro).

4. En medio de la disertación del Negro, se le escapó que el 7 de noviembre es el aniversario de la Revolución de Octubre y que los veteranos están planeando un viaje clandestino a Leningrado para festejarlo. Me hizo jurar que no me iba a ir de la lengua y me prometió que convencerá a los otros veteranos para que me dejen ir con ellos. Estoy emocionado. (NOTA: como estaba cagado tras la metedura de pata anterior, no me atreví a preguntarle cómo era posible eso de festejar en noviembre algo que había pasado en octubre. Ayer se lo pregunté a Juancar y me explicó que hasta febrero de 1918 los rusos funcionaban con un calendario que se llamaba “Juliano”. La diferencia entre ese calendario y el actual, llamado “Gregoriano” y que es el mismo que usamos en el resto de Europa, era de 13 días. Después de que el gobierno soviético cambiara las fechas, muchas fiestas pasaron a celebrarse por duplicado: una según el calendario nuevo y otra según el antiguo. Joder. Y luego dice Negro que el problema de los bolos es el culto al trabajo. Te cagas. En fin, el caso es que cuando los bolcheviques tomaron el poder fue el 25 de octubre según el viejo calendario juliano y el 7 de noviembre según el gregoriano. De ahí el desfase de días).

Entre la fiesta rumana que se avecina, el propósito de Negro de acabar como sea con mi virginidad, el club misterioso ese que me tiene con la mosca detrás de la oreja, mis amagos de desmayo cada vez que me cruzo con la buena de Isabel y la posibilidad de irme a Leningrado con los veteranos la semana que viene, no pego ojo por las noches y estoy como un flan. La intensidad de mis días va camino de provocarme un colapso tipo reacción irreversible de un átomo fisible. Definitivamente estoy de los nervios.

Mi vida misma (y III)

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Martes, abril 01st, 2008 2:50am

Moscú, jueves 25 de octubre de 1990

Tras la intensa excursión a la “República de Plastcar” y la interesante dosis de usos y costumbres soviéticas a base de música, pescado ahumado, pan con tocino y vodka y más vodka, Diego atisbó por la ventanilla la llegada a la ciudad de Voronezh y, para nuestra sorpresa, nos sacó del tren a la carrera. Una vez en tierra, nos explicó su plan: irnos con él a Kiev y, una vez allí, falsificar el pertinente certificado de nuestra estancia en Bakú. Tras unos días de asueto en su casa, podríamos regresar triunfantes a Moscú fingiendo que habíamos viajado hasta Azerbaiyán siguiendo obedientemente las directrices de la comisión que dictó nuestro ejemplar castigo como perdedores del campeonato de mus.

Tras unas tres horas de espera en Voronezh y otras tantas de viaje ferroviario, desembarcamos en la capital ucraniana en medio de unas lluvias torrenciales, precedidas más o menos a la altura de Sumska por un alegre pronóstico climatológico de Mesa que había anunciado sol a troche y moche (sin comentarios). En la estación agarramos un taxi y nos plantamos en casa de Diego, que vivía alojado por una simpática ancianita que, además de adorar la confección de todo tipo de compotas y mermeladas caseras, le cobraba un ínfimo alquiler mensual por una habitación en su domicilio. (NOTA: los estudiantes españoles en la URSS vivimos en residencias o pisos alquilados. Es común que los veteranos se instalen en casas y abandonen la vida destartalada de residencia. Hasta hace muy poco, los soviéticos no podían alquilar sus apartamentos a terceras personas. Tampoco alojar a extranjeros. Sin embargo, la Perestroika ha dado cobertura legal a ese tipo de prácticas).

Como estábamos rendidos por el viaje y el desenfreno acumulado por el campeonato de mus y sus estragos, nos tomamos una sopita de remolacha y patata que nos preparó la señora Svetlana, la casera de Diego, y nos fuimos a la cama más a gusto que un arbusto. Bueno, lo de cama fue sólo cierto para el anfitrión: Mesa y un servidor tuvimos que improvisar sendos catres dadas las estrecheces del piso y la escasez de camas. Aún así y todo, dormimos del tirón y como la seda.

Al día siguiente nos lanzamos a las calles de Kiev con dos propósitos fundamentales: 1. Encontrar a Modesto, un estudiante de Trebujena que al parecer era un maestro de la falsificación (entre otras disparatadas cosas), para que nos ayudara a confeccionar el certificado de nuestra estancia en Bakú y así salvar el culo ante la panda de sádicos que nos había mandado a morir a Azerbaiyán. Y 2. Aprovechar el accidentado viaje para conocer la capital de Ucrania, al parecer la ciudad con más zonas verdes del mundo y en la que, según nos contó Diego, habitan 130 nacionalidades y grupos étnicos diferentes. Pedazo de Babel.

El encuentro con el bueno de Modesto resultó un acontecimiento mítico e inesperado. Se trata de un tipazo y todo un personaje, más salao que el bacalao. Tiene unos treinta y tantos tacos y lleva cinco años viviendo en la URSS, donde estudia para payaso. Sí amigos, han leído bien. Los soviéticos veneran de tal manera el circo que han convertido los oficios circenses en disciplinas académicas con rango universitario. Alucinante. Tras pasar un tiempo en la escuela adscrita al circo de Moscú, Modesto está ya en su último año de carrera en Kiev y a punto de licenciarse. Es posiblemente el tío más gracioso que jamás haya conocido, además de una enciclopedia andante, un extraño erudito de la política soviética y un mago consagrado del chanchullo y el cambiazo. Muy buena gente, la verdad. (NOTA: a) Prueba de la pasión de los bolos por el arte circense es que hay unos 70 circos permanentes en el país y otros 50 de carácter móvil que recorren la URSS de cabo a rabo. Es común que incluso las ciudades más remotas tengan la visita de 5 ó 6 circos cada año. b) Prueba de la pasión de Modesto por el circo es que termina todas sus aseveraciones con un “te lo juro por Popov”, un legendario payaso reconocido en el mundo entero que en 1969 recibió el título honorable de Artista Nacional de la Unión Soviética y que le dio clase cuando estudió en Moscú).

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Circo de Kiev, 1990. Obsérvese el pedazo de edificio.

De los días pasados en Kiev con el payaso de Trebujena destaco los siguientes capítulos:

a) La falsificación. Informado de nuestra disparatada situación, se puso manos a la obra y en unas pocas horas nos confeccionó un documento falso a través del cual la oficina de turismo de Azerbaiyán invitaba a la Asociación de Estudiantes Españoles en la URSS a visitar su país. Los medios para la elaboración del susodicho documento fueron básicamente el fibroso y simpático Rzayev Bahruz, una joven promesa azerbayana del equilibrismo circense que le ayudó con la redacción del texto, y una patata con la que Modesto fabricó en un plís plás un sello “oficial” capaz de engañar al más perspicaz de los burócratas soviéticos.

b) La guasa gaditana. Modesto no solamente es un excelente falsificador o, como dice Diego, “conseguidor”, además tiene una gracia hilarante que exhibe sin cortarse un pelo siempre que puede. Va una anécdota al respecto: como la cuestión alimenticia atraviesa un momento delicado con cartillas de racionamiento incluidas, se ha establecido el principio básico de que los niños, las embarazadas y los ancianos tienen prioridad con los alimentos de primera necesidad, pudiendo saltarse alegremente cuanta cola encuentren a su paso. Por lo que he podido comprobar, la situación en Kiev es todavía más delicada que en Moscú, con un desabastecimiento evidente. Bien, pues el pasado martes nos topamos con una tienda muy cerca de la Plaza de los Cosmonautas en la que, milagrosamente, vendían leche fresca y carne en buen estado. La cola era kilométrica y suponía tener que esperar horas, con la posibilidad más que manifiesta de que cuando llegara nuestro turno las existencias se hubieran terminado. Ni corto ni perezoso, Modesto sacó de su bolsillo un carné de veterano de la Segunda Guerra Mundial, un parche que se colocó en un ojo y unas gastadas medallas militares que se puso en el pecho, se acercó a la superpoblada tienda de comestibles fingiendo una notable cojera y, blandiendo su carné al viento, exigió su ración de alimentos sin cola ni espera que valiera, dada su condición de veterano de guerra y héroe de la patria. Ejem. En cuestión de segundos, la masa que esperaba pacientemente su ración de productos lácteos y proteína animal se convirtió en una turba que clamaba por el pellejo de ese individuo capaz de tanta desfachatez como para presumir de héroe de la guerra contra los nazis no teniendo ni cuarenta años cumplidos. Entonces, Modesto comenzó una parodia divertidísima de la vida soviética y un show tan alucinante que, milagrosamente, la gente cambió la ira por risas y aplausos desatados. Para nuestro asombro, las empleadas del establecimiento acabaron pagando al bueno de Modesto con doble ración de carne y leche. Mítico. (NOTA: lo de los ancianos cargados de condecoraciones es común en las calles de las ciudades y pueblos de la URSS. Me contó el Negro que la medalla que se lleva la palma es la de Héroe de la Unión Soviética (Герой Советского Союза), que incluye la Orden de Lenin (Орден Ленина), que se entrega a la peña por servicios destacados al Estado, a militares que han servido ejemplarmente e incluso a ciudades, fábricas modélicas, artistas, políticos y un largo etcétera. Dos mecánicos americanos de aeronaves la recibieron en 1934 por su curro en el rescate de la nave Cheliuskin. En total, más de 12.000 personas han sido premiadas con la medalla de Héroe de la URSS, la gran mayoría por su compromiso en la defensa del país en la Segunda Guerra Mundial. Por cierto, en las clases de historia que tenemos nos han explicado que esa guerra aquí la llaman Gran Guerra Patria (Великая Отечественная война). Josemi, al que le van esas cosas mogollón y sabe un huevo, me contó que en el frente oriental, el de los bolos, es donde realmente se dirimió la derrota de los nazis. Como los soviéticos no empezaron a combatir hasta 1941, las fechas son diferentes a las que normalmente se estudian en España. Lo flipante es que la URSS pagó con la muerte de 27 millones de personas la victoria frente a las tropas alemanas. Te cagas. Por eso dice Juancar que los europeos estamos en deuda con los bolos y que aunque se vende la moto de que los americanos salvaron al mundo, fue la URSS la que dio más el callo).

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La susodicha Orden de Lenin

c) La erudición soviética. Modesto lo sabe todo de la política de la URSS. Es la caña, no se le escapa ni una fecha, ni un nombre. Un auténtico prodigio. Él dice que mola porque es como si cruzas un culebrón de la tele con el Risk. Como disfruta más que un tonto con una tiza hablando de política, me pilló por banda una de las tardes en Kiev y me dio un repaso que te cagas a la realidad bola. Yo lo copié todo en un par de servilletas. Resulta que, pizca más o menos, se está yendo todo al garete con una velocidad que asusta. A principios de mes la gente se lanzó a las calles de Kiev para pedir la independencia de Ucrania. Modesto estuvo en la manifestación y dice que fue la leche. La poli protegió la estatua de Lenin que hay en el centro de la ciudad porque temían que la echaran abajo. La cosa está que arde, pero no sólo en Ucrania, sino por todo el país. En febrero de este año el Comité Central del PCUS aprobó la renuncia a su monopolio del poder y se puso a estudiar un proyecto de disgregación de las repúblicas que componen la URSS. En marzo Lituania declaró su independencia de manera unilateral y, pocos días después, el mismo Gorbachov la ilegalizó, creándose una tensión tremenda con los lituanos que se extendió por todo el Báltico y salpicó a otras partes del país. (NOTA: Modesto hizo mucho hincapié igualmente en que la trapecista Pinito de Oro ganó en España el Premio Nacional de Circo también el pasado marzo. Ejem. No creo que ese dato sea relevante para entender lo que pasa por estos lares). Sigamos. En julio la república de Bielorrusia declaró su independencia de la URSS. Más lío todavía. Ese mismo mes, un tal Yeltsin se piró del PCUS y comenzó a hacerle la guerra a los comunistas. Pocos días después, Armenia, Ucrania, Turkmenistán y Tayikistán reclamaron también su soberanía. La cosa se ponía chunga. Gorbachov dijo que había que empezar a repartir jarabe de palo entre los secesionistas y su ministro de exteriores (un tal Shervardnadche, un tío muy famoso por estas tierras) dimitió de su cargo y le apretó las tuercas. Por suerte para el presidente, hace tan sólo diez días la comunidad internacional le rindió tributo y recibió el Premio Nobel de la Paz, cosa que es la caña, porque nadie lo quiere ni ver en su propio país y, entre la crisis económica, las repúblicas que dicen que se piran y una oposición que crece como la espuma entre la camarilla de burócratas, está más que jodido. Dice Modesto que el Yeltsin ese es más malo que la peste y que tiene una lengua viperina que agita a la peña que te cagas. Hace poco Gorbachov le tiró los tejos a la oposición con un programa de reformas conciliador y el tío se rió en su cara y le dijo que eso era “como querer unir una serpiente con un erizo”. La frasecita ya anda de boca en boca por todos lados. En resumidas cuentas, a este país le queda un telediario según el payaso de Trebujena. Bueno, no sólo a este país: toda la Europa del este anda agitada desde la caída del muro de Berlín el año pasado. Hace tres semanas la República Federal de Alemania (RFA) engulló a la República Democrática Alemana (RDA) y ya son el mismo Estado. Dice Modesto que la movida va muy rápido. Ya veremos qué pasa, pero yo no tenía ni papa de todo esto y ahora me ha picado el gusanillo con los tejemanejes y las desintegraciones generalizadas que hay por estas tierras. Eso de la política y las movidas que hay por estas tierras, tal y como lo cuenta el nuevo amigo circense, es la caña. Me recuerda que te cagas a los procesos de ósmosis: dos recipientes con soluciones a diferentes concentraciones (los burócratas que dicen que siguen siendo comunistas y los que dicen que ya no lo son) se ponen en contacto por medio de una membrana semipermeable (sus ganas de hacerse con el control del cotarro). Por lo que oigo a la peña de la calle (que no pertenecen a ninguna de los dos recipientes) y lo chunga que está la situación, el flujo osmótico bolo no parece que vaya a llevar al sistema a su estado de equilibrio. La segunda ley de la termodinámica es impepinable: el proceso es irreversible e imparable y este país destila entropía por los cuatro costados. Un caos de la leche, vamos. Mola. Creo que a partir de ahora leeré el periódico antes de limpiarme el culo con él (práctica generalizada desde hace semanas dada la desagradable ausencia repetida de papel higiénico en las tiendas ).

Mi vida misma (II)

Por admin

Miércoles, febrero 20th, 2008 7:10am

Moscú, jueves 25 de octubre de 1990

Las últimas veinticuatro horas han pasado sin pena ni gloria. Mañana de clases. Almuerzo a base de salchichas, té y pan negro. Y conversación delirante con El Cangas en materia de artes amatorias y roces en general. Nada nuevo bajo el cielo. Mejor continúo con el relato del disparatado desenlace que me procuró el campeonato de mus de la Unión Soviética…

Tras pasar cuarenta y cinco minutos de reloj rogando de rodillas (literal) que nos fuera conmutado el castigo por haber ocupado el vergonzoso último lugar del escalafón musístico, la pareja vencedora se retiró a deliberar acompañada de varios veteranos tan ebrios que alguno se perdió por la residencia y todavía lo andan buscando. Mi petición de clemencia se basaba en dos datos irrefutables: 1. No podía sumergirme en las gélidas aguas del río Moscú con la herida remendada que lucía en mi raquítica pantorrilla. Y 2. Compartir cualquier tipo de penitencia con el pobre Mesa representaba para mí un riesgo seguro de muerte, tanto en su posible versión de ahogamiento en el río, como a través del accidente doméstico múltiple que seguramente se produciría si cumplía el castigo como “esclavito” de Negro y Hyun-Ki junto a un cenizo antológico como Mesa.

Después de media hora de deliberaciones a puerta cerrada, la beoda comisión de urgencia regresó con un rocambolesco veredicto: se apiadaban de la herida de mi pierna para desestimar, muy a su pesar, el castigo natatorio en las aguas del río Moscú, pero en ningún caso estaban dispuestos a conmutar la pena por el hecho de que Mesa estuviera de por medio: lo máximo que harían sería sustituir “los esclavitos” por otra penalización alternativa. En una pirueta que algunos macabros e indeseables alcoholizados calificaron como “mítica y magistral”, la comisión de expertos propuso la realización de una “mínima” tarea administrativa: viajar hasta la ciudad de Bakú en el primer tren que partiera desde Moscú para entregar una solicitud formal de visita turística de parte de la Asociación de Estudiantes Españoles en la URSS. (NOTA 1: aunque en aquel momento de estado etílico generalizado yo no era consciente de dónde estaba Bakú, conviene señalar que se trata de la capital de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán, situada en una región euroasiática del Cáucaso justo al borde del mar Caspio, a unos 1.500 kilómetros de distancia de la residencia de la calle Lomonosov. NOTA 2: Tal y como he sabido más tarde, Azerbaiyán es en la actualidad una de las zonas más peligrosas de la URSS, junto a Georgia y Armenia. En realidad todo el Cáucaso está que arde. Las disputas a tiros entre las diferentes repúblicas por el control de algunos territorios y por el petróleo que abunda en la zona, así como los movimientos secesionistas que hay por allí, han convertido aquello en un verdadero polvorín muy poco recomendable. Ejem… La comisión de expertos me enviaba directamente al matadero de la mano del fatídico Mesa).

En pocos minutos la chusma hispana se puso en marcha para ejecutar el castigo. Con una antológica melopea de vodka salimos a las calles en busca de taxis para transportarnos a toda velocidad hasta la Kursky Bakzál, la terminal desde la que salen los trenes hacia algunas localidades del sur de la república rusa, el Cáucaso, el este de Ucrania y la región de Crimea. Ni que decir tiene que la salida de la residencia fue dantesca, sobre todo por algunos miembros de la tribu que iban sin pantalones y otros que se habían vomitado encima en varias ocasiones y tenían un aspecto verdaderamente deplorable. Al llegar a la estación, por cierto en tiempo record, algunos veteranos se ocuparon de sobornar al revisor encargado de uno de los vagones del tren que salía en ese momento con destino a la capital azeirbayana. Dicho y hecho: casi sin darnos cuenta, servidor y un Mesa que para aquel entonces había perdido el conocimiento por la cantidad ingente de alcohol que había pimplado, fuimos facturados irremisiblemente con destino al Cáucaso, un lugar desconocido y del que no había oído hablar en mi vida.

Los primeros diez minutos los pasé dormitando en el compartimento en el que nos había escondido el corrupto empleado de ferrocarril al que los veteranos habían sobornado. La siguiente media hora la pasé vomitando y sintiendo que me moría y me moría. A la hora apareció el revisor hablando un ruso incomprensible y al que solamente pude entender un histérico “¡Militsia, militsia!” (¡Policía, policía!). Ni corto ni perezoso el tipo metió a Mesa en un diminuto armario y me obligó a ocultarme debajo de la cama. Así pasamos una interminable cantidad de tiempo inenarrable, hasta que de manera inesperada y milagrosa apareció Diego, el ingeniero aeroespacial que estudia en Kiev, poniendo fin a nuestro cautiverio. Tras rescatar a Mesa del armario enano y lograr reanimarle con un boca a boca que le convirtió en un superhéroe ante mis ojos, Diego nos contó que en un momento de lucidez había decidido introducirse en el tren y abortar el suicidio seguro al que nos abocábamos si pisábamos el Cáucaso. Sobornó a un revisor y, tras sortear el control policial que había en su vagón, se puso a buscarnos hasta dar con nuestros deshechos huesos encerrados en aquel infame compartimento. No es coña, si no llega en ese momento, es muy probable que el pobre Mesa hubiera muerto asfixiado en ese armario. (NOTA 3: la policía no estaba en ese tren por casualidad. En la URSS la población no puede circular por su territorio libremente, sino que necesita dar cuenta a las autoridades y recibir de éstas una autorización. Los estudiantes extranjeros, por ejemplo, tenemos un permiso de residencia (“Prapiska”) que nos autoriza a permanecer en la ciudad en la que residimos, pero no a movernos por el país. No solamente estábamos viajando sin billete en ese tren, sino que lo hacíamos de manera ilegal. Glups.)

Tras conseguir algo de comer y sortear a la policía en dos ocasiones, en las que a punto estuve de sufrir varios infartos de miocardio, Diego nos instaló en un vagón sin compartimentos y repleto de gente para que aprendiéramos “como viaja el pueblo soviético” (literal). Nos explicó que los trenes están divididos en vagones con compartimentos (“kupé”) y vagones abiertos provistos de literas en los que viaja el pueblo llano (“Plastcar”).

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Vista de vagón de «plastcar». Moscú, octubre de 1990.

 

 

 

 

 

La verdad es que la experiencia fue la leche: la gente se pasa el viaje compartiendo comida, vodka y tabaco, contando historias y cantando canciones soviéticas acompañadas por alguna guitarra o algún acordeón. De las maravillosas tres horas de plastcar en mi primer viaje en tren en la URSS, me traje en el bolsillo cuatro datos relevantes: 1. Los rusos son muy buena gente. Diego dice que “cuando los tratas así, de a pocos o en familia, son increíbles, la mejor peña que puedas encontrar. Te lo dan todo, todo lo comparten, siempre te ayudan. El problema es que como pueblo son muy chovinistas e insoportables”. 2. Un tipo de Volgogrado (él decía “Stalingrado”) que tocaba la guitarra no dejó de cantar canciones de un tal Vladimir Visotski, un polivalente artista soviético muerto en 1980. Tal y como me contaron, era actor, escritor y cantautor. Sus canciones hablan de la vida de la gente en este país, del amor, de la guerra contra los nazis, del cariño por esta tierra, etc. Es muy querido y admirado. Todo el mundo se emocionó mucho cantando a coro una canción llamada “Я не люблю” (No me gusta). Me he prometido buscar sus discos en alguna tienda Melodía. 3. Entablamos amistad con un grupo de militares con los que compartimos vodka y pan negro. Tenían más o menos mi edad y todos eran de pueblecitos de Ucrania. Estaban haciendo la mili en Moscú y regresaban unos días a casa de permiso, tras más de un año de servicio militar ininterrumpido. Lo de la mili en la URSS es realmente terrible. Dura dos años como mínimo y, según nos contaron, durante los primeros doce meses tu familia no sabe ni dónde estás. Es tan dura la experiencia que muchos de los reclutas tratan de provocarse cualquier tipo de daño físico para ser excluidos del servicio. Beber líquido de frenos o introducirse una especie de canicas de acero en el pene (como lo oyen) son algunas de las prácticas más comunes para librarse del ejército. Además de la instrucción militar, los trabajos arreglando carreteras o construyendo edificios con las actividades que ocupan mayor tiempo de mili. 4. Definitivamente el vodka es el alma de este pueblo. Todo el mundo lo bebe y está presente en todas las reuniones. Me han contado que es normal que en muchas ocasiones hasta se tome con el almuerzo, como nosotros bebemos el vino en España. La caña. He aprendido que las cantidades de vodka se miden en gramos y que lo normal es beberlo de un trago y de cien en cien gramos (como todos los vasos son iguales en la URSS, la gente le tiene cogida la medida a la perfección). (NOTA 4: lo de los vasos idénticos ha dado lugar a una interesante discusión entre Mesa y Diego sobre este país y lo que llamaban “el socialismo real”. Diego decía que no entendía por qué los soviéticos fabricaban las cosas todas iguales, con muy pocos modelos y con colores muy tristes. Ponía el ejemplo de los vasos y los cubiertos, que son todos iguales, también de la ropa: siempre de colores oscuros o grises y con una pírrica variedad de modelos. Mesa apuntaba que eso era porque “en el socialismo lo que importa es la utilidad de las cosas, no las modas y esas mierdas. Lo importante es que las cosas sirvan y que duren mucho sin romperse”. Yo la verdad es que creo que los dos tienen parte de razón. Mola que las cosas duren un huevo y que funcionen, pero no veo que eso esté reñido con que puedan ser de diferentes colores y que haya varios modelos entre los que se pueda elegir. Para zanjar la discusión Diego se mostró categórico: “son estas cosas las que han llevado a la derrota al socialismo y van a acabar con la URSS”. Vaya)

Mi vida misma (I)

Por admin

Lunes, febrero 04th, 2008 4:12pm

Moscú, miércoles 24 de octubre de 1990

De pequeño veía poco la tele. Mis amiguitos de clase comentaban en el colegio los contenidos de sus largas sesiones catódicas y jugaban a ser personajes de los dibujos animados. Yo no. Yo trataba de convencerles de que los libros y los tebeos molaban más, pero no había manera. Una tarde de campo, mientras volvíamos de “a por pájaros” (piensen mal y acertarán), dos chicos casi se lían a golpes discutiendo sobre si un tal Tomi Jerry era mejor o peor que una tal Pipi. Tanta pasión le pusieron a la discusión que llegó a picar mi curiosidad, por lo que me di de lleno a la televisión durante días en busca de tamañas fuentes de deseo desbordante. Lo primero que descubrí es que la televisión era ciertamente un invento maravilloso: me enganché a increíbles programas como El canto de un duro, supe de la existencia del Quimicefa gracias a la publicidad y entendí por fin por qué le llamaban Falconetti al tuerto de la calle de la Carrera de los Dolores de mi pueblo. El segundo descubrimiento que hice fue que ese tal Tomi Jerry eran en realidad un gato y un ratón con una vida tan exagerada y frenética que me ponía de los nervios y me parecía del todo inverosímil. Me equivocaba: era real como la vida misma. Bueno, como la vida misma soviética que me depararía el destino unos cuantos años más tarde. En las últimas setenta y dos horas he vivido un homenaje permanente al despropósito que a punto ha estado de costarme la vida. Comienzo a pensar seriamente en volverme a Torreperogil. No sé cuánto tiempo más voy a poder aguantar semejante intensidad vital. A veces me siento como un hámster: metido en una enorme jaula y sin poder parar de dar vueltas a una rueda. Menos mal que el trajín exagerado me ha anestesiado a ratos y he logrado olvidar a la bella Mirela. Bastante tenía con salvar el pellejo…

Como saben, el fin de semana pasado se celebraba el Campeonato de Mus de la URSS, o sea, dos días en los que gran parte de los estudiantes españoles nos reunimos en torno a los naipes para desatar una disparatada rivalidad regional y subrayar nuestro carácter singular entre las diferentes nacionalidades que habitan la residencia de la Avenida Lomonosov. Bueno, en realidad no sólo competimos jugadores ibéricos: Hyun-Ki, un matemático de Corea del Norte, suele formar pareja con Negro. La historia es sencilla. El bueno de Hyun-Ki es un compañero de clase de Negro, con un cerebro inaudito igual que el suyo. Los dos conectaron enseguida al llegar a Moscú: su amor común por los números hiperreales y la Teoría de Gödel sentó las bases de una profunda amistad. El coreano, mas conocido como “Pitagorín” entre los españoles, posee una memoria espectacular y un intelecto privilegiado, amén de un gusto por los hábitos hispanos que Negro le ha ido inculcando a lo largo de los años. Desde que Negro hiciera de él su pareja musística, el multicultural dúo se ha alzado con todos los campeonatos que ha disputado, lo que trae de cabeza a la comunidad hispana. Hay dos anécdotas recurrentes que ilustran el alcance de la profunda amistad hispano-coreana: 1. Negro estuvo de veraneo hace dos años en Chongjin, la ciudad natal de Pitagorín, invitado por la familia de éste (Al parecer Corea del Norte es la hostia de raro y es muy chungo entrar. Negro no solo me ha prometido deleitarme un día de estos con las disparatadas historias que recopiló en su viaje, sino que me ha asegurado que algún día me llevará a ese país para que lo conozca). 2. La combinación de su disparatada capacidad memorística y su amor por España ha convertido al joven matemático asiático en un monstruo capaz de cosas como: a) Ingerir cantidades desorbitadas de tortilla de patata sin despeinarse. b) Tener un conocimiento exacto del santoral, la historia y la geografía de España. Y c) haber memorizado toda la discografía de, ejem, José Luis Perales. Si amigos, Hyun-Ki adora a Perales y hasta le reza a una foto suya que tiene en su cuarto. (NOTA: sobre este último extremo hay teorías encontradas. Como junto a la imagen del astro conquense de la canción, Pitagorín ha colocado un retrato de uno de los padres de la trigonometría y otro de un coreano descojonao llamado Kim Il Sung, no está muy claro a quién le reza realmente. Negro dice que si hubiésemos estado en Corea del Norte, no nos cabría la menor duda: le reza al coreano descojonao).

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Kim Il, el santo descojonao de Pitagorín.

 

 

 

Pero vayamos al campeonato de mus propiamente dicho y a la tragedia inevitable que me deparó. Bien. Todo empezó con dos acontecimientos inesperados: la llegada de varios estudiantes españoles que viven fuera de Moscú para participar en el campeonato y lo que El Cangas bautizó como “la histórica reconquista del excusado”. Lo primero me permitió entablar amistad con Diego, un granadino que estudia ingeniería aeroespacial en Kiev, y con “el Muelas”, un filólogo levantino muy majo que estudia en Leningrado. Lo segundo consistió en arrebatarles los lavabos del tercer piso a las mujeres hindúes para disponer de una sala adecuada para la celebración del campeonato (las habitaciones se quedan pequeñas ante un acontecimiento de tal magnitud). Como imaginarán por conflictos internacionales precedentes, se desató una batalla en toda regla de la que salimos vencedores gracias al apoyo unánime del resto de comunidades estudiantiles, que vieron en el mus una esperanza para poner fin al desastroso Ganges semanal que desatan las mujeres de la India cada vez que convierten los lavabos en su piscina particular. Para no irme por las ramas, diré que lo más relevante del campeonato de mus fue que:

1. Evidentemente, la expectación estaba en saber si alguna pareja sería capaz de desafiar la superioridad matemática de Negro y Pitagorín, no en conocer cuál seria el dúo que ocuparía el último puesto. Nadie tenía la menor duda al respecto: la pareja de Mesa perdería irremediablemente… Como así fue. Digamos que en relación a la práctica del mus el principal problema de Mesa no es su afamada naturaleza ceniza, sino el endiablado tic nervioso que padece cada vez que agarra una baraja de cartas. Créanme, no había visto una cosa igual en toda mi vida. En las tres partidas que disputamos en la liguilla inicial, que por supuesto perdimos sin anotarnos ni un solo tanto, no fui capaz de saber si llevaba treinta y una, duples o medias de chicas. Qué desastre. Fruto de los nervios desatados, su cara se deformaba en gestos irrepetibles cada vez que trataba de comunicarme las figuras que llevaba. Un auténtico y trágico despropósito que nos llevó al último lugar de la clasificación, como estaba cantado.

2. Pese a que ser un cenizo no sea el principal problema de Mesa en lo que al mus se refiere, no deja de ser un gafe como la copa de un pino. Veamos. En la final se enfrentaron la pareja Negro-Pitagorín, contra el combinado vasco Beñat-Gorka. La partida resultó ciertamente emocionante y accidentada debido fundamentalmente a que: a) A lo largo del campeonato la ingestión de vodka fue la nota común entre los participantes, con lo que todos llegamos a la fase final bastante tocaítos. b) La pareja de matemáticos estuvo a punto de impugnar la partida porque Beñat y Gorka hablaban en vasco entre ellos y Negro decía que como no les entendía ni dios, se podían estar pasando información sobre las cartas que llevaba cada uno. Tras una acalorada discusión en la que los vascos pronunciaron indignados unas dieciséis veces la extraña frase “opresión lingüística inherente al imperialismo español”, se logró restablecer la paz momentáneamente. c) La calma duró muy poco. El bueno de Hyun-Ki, pletórico de felicidad tras ganarle un órdago a pares a Gorka, se arrancó inocentemente con el ínclito manolo Escobar y su “Qué viva España”, armándose la de dios es cristo. Si no logramos detener a un enloquecido Beñat, se carga allí mismo al coreano. d) Fruto del nerviosismo extremo y la tensión, a Gorka se le descompuso la tripa en medio de un emocionantísimo empate en el juego. No tuvo más remedio que pedir un pequeño receso y correr despavorido a los baños. La pausa obligada dio para que se volviera a armar la marimorena cuando el cabrón de Juancar aseguró que el mus era un invento madrileño, lo que hizo enloquecer de nuevo a Beñat hasta perder los estribos, arrancando un lavabo con grifo y todo y lanzándoselo a Juancar a la cabeza. Por suerte sus reflejos, aún beodo perdido, le salvaron de una muerte segura. e) Misteriosamente, cuando Gorka regresó de hacer sus cosas, la pareja vasca comenzó a perder todas las manos hasta sucumbir en pocos minutos a la apisonadora matemática. En realidad, no hubo misterio alguno en la derrota de los vascos: cuando Gorka se disponía a hacer uso del papel higiénico, cayó en la cuenta de que eso es una auténtica utopía en los baños de la residencia Lomonosov. Al salir en busca de cualquier cosa con la que limpiarse, se chocó de bruces con un borrachísimo Mesa que, no sólo le tocó la espalda, sino que le vomitó encima. La tragedia estaba servida. Desde que Gorka se reincorporó a la partida, la pareja vasca no dejó de coger malísimas cartas, hasta perder el campeonato sin remisión.

El final del campeonato de mus desató en el personal unas ganas de pimplar que a la hora y media ya nos tenían con una mítica cogorza general que había que vernos. Yo me agarraba a la esperanza de que en medio de la borrachera se olvidara por completo el asunto del castigo de la pareja perdedora. Mi ilusión duró justo hasta la media noche. A las doce en punto, un Cangas que se había bebido unas tres botellas de vodka mezclado con Fanta porque decía que así era como su “sidriña”, se subió a una mesa y recordó al Club de amigos de Baco que había que proceder con el castigo a los perdedores. La madre que lo parió. Solamente les recordaré que, según las reglas del campeonato, la pareja que queda en último lugar es sometida a un castigo cruel y desagradable: convertirse en lacayos de la pareja ganadora durante una semana o practicar la natación en las gélidas aguas del río Moscú durante más de cuatro minutos. Si a eso le añadimos que cualquiera de las dos penalizaciones debía de afrontarlas en compañía del inefable Mesa, mi muerte era más que probable. Veamos cómo se desataron los acontecimientos…

Kefir, viejunos y desdicha del profesor Kornilov…

Por admin

Martes, enero 22nd, 2008 2:08am

Moscú, viernes 19 de octubre de 1990

La viva imagen de la desolación”. Eso ha dicho Juancar al visitarme esta mañana y encontrarme postrado en mi cama. He pasado las últimas horas envuelto en uno de los absurdos pijamillas que mi abuela me metió en la maleta, atorado por la angustia de saber que Praga es la capital de Brasil y que mejor me doy al macramé porque lo del balonvolea como que no y definitivamente no. Mirela sólo ha sido un sueño que no está al alcance de mi enclenque cuerpo jienense. No sé qué hacer con todo esto. Estoy perdido. A ratos me da por llorar y no paro. Si hubiera un manual de instrucciones, una fórmula matemática o una medicina que administrarme… No puedo quitarme de la cabeza el beso de tornillo que el inmenso Václav le propinó a la bella Mirela. Jamás sentí tantísima infelicidad junta. Y cuánto, pero cuánto odio Checoslovaquia…

El mayor pico de dolor lo he tenido como a las cinco de la mañana, un dolor físico y tangible: me he despertado con la sensación de que unos dos mil quinientos roedores me estaban devorando la pantorrilla. Ha sido horrible. El susto mayor ha venido cuando he visto que estaba sangrando una barbaridad debido al ridículo desaguisado que me provoqué ayer en la pierna. Más que susto, ha sido pánico: salía sangre a borbotones y el dolor era tan supino que he temido seriamente por mi vida, tanto que he estado a punto de perder los estribos y gritar. Para no hacerlo, me ha dado por morder compulsivamente la chaquetilla de mi pijama y el remedio ha sido peor que la enfermedad: casi me trago uno de los botones de la manga. Dramático. He estado a punto de morir ahogado mientras mis compañeros de cuarto roncaban a pierna suelta ajenos por completo a mi accidentada suerte. Cuando me he repuesto del amago de asfixia gracias al litro de kefir que he engullido para desabortonarme la laringe, me he limpiado como he podido la herida y he sufrido el primero de los ataques de llanto descontrolado y matutino. En ese momento, el Cangas se ha despertado y, al encontrarme de esa exagerada guisa, ha dado rienda suelta a una de sus comunes deducciones surrealistas: en medio del duermevela que le poseía y al verme bañado en sangre, ha creído sobresaltado que, ejem… me había venido la regla. Sí amigos, así son él y sus circunstancias. No crean que no me ha costado convencerle de lo contrario, dada su dura y enferma mollera. (NOTA: el kefir es una de mis pasiones desde que me vine a vivir a Moscú. Es de las contadas cosas que trago con gusto por estas tierras, porque suelo mantener una relación más que conflictiva con el resto de la gastronomía soviética -tan rematadamente ajena a la cocina de mi santa y añorada madre-. Dadas mi pírrico estado anímico actual, casi puedo decir que el kefir y la transmutación natural del átomo son mis únicos amores verdaderos. Lo amé tanto la primera vez que lo probé, que me dediqué a estudiarlo durante un fin de semana entero. Se trata de una estructura polisacárida donde conviven diversos microorganismos y que adopta la forma de una masa gelatinosa, elástica y con pinta de coliflor. En los nódulos del kefir se encuentran en asociación simbiótica bacterias y levaduras que generan una doble fermentación: ácido-láctica y alcohólica –yo creo que es esta segunda fermentación la que les pone a los rusos y por eso lo beben tanto, de hecho los bolos dicen que como contiene una pequeña cantidad de alcohol es cojonudo para combatir las resacas-. El caso es que como no es un organismo vivo, únicamente puede subsistir en la leche de vaca. Macerado en ésta, produce una rica bebida láctea altamente beneficiosa para la salud. Su origen se sitúa en la región del Cáucaso, donde cuentan que hay gente que vive hasta los 125 años sin despeinarse y que no conocen ni la tuberculosis ni el cáncer. Mi héroe es el profesor Nokimowa, un japonés tan colgao que dedicó toda su vida a estudiar las alucinantes propiedades del kefir. Aunque en España no tenemos ni papa del asunto y la peña no lo ha probao en su vida, hace años que, gracias a un tal Dr. Krauzek, el kefir pisó suelo patrio: cuentan que el médico ruso le entregó cierta cantidad de cultivo a un piloto de la Swiss Air antes de la Segunda Guerra Mundial y que éste, a su vez, le regaló un trozo a un amigo en la ciudad de Zurich. Cuando el amigo viajó a, atención, Torremolinos, se lo llevó en una tartera y se pasó sus quince días de asueto en semejante paraíso vacacional regalando kefir a troche y moche al personal. Dice Josemi que eso es precisamente lo que más mola del kefir: como el cultivo no deja de crecer y crecer, la gente siempre se lo anda regalando. Negro añade que “el kefir es comunista porque se rebela al capitalismo y circula saltándose a la torera las leyes del mercado”. Yo lo único que sé es que está de puta madre y que gracias a él sigo vivo en medio del desastre alimentario que padecemos por estas tierras).

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Cultivo de kefir. Obsérvese el parecido con la coliflor






Pero volvamos a mi despertar desangrado de esta mañana. Se ve que como el médico que me “atendió” ayer tenía una melopea del quince, ni me limpió bien la herida, ni me la cosió como es debido. Juancar me ha dicho cuando me ha visitado que por eso se me han saltado los puntos y se me ha armado un cristo de la hostia. También me ha echado la bronca por no haberle llamado antes de aventurarme a una policlínica cualquiera acompañado de un enorme checoslovaco. (NOTA: los centros médicos en Moscú están organizados por números. Hay unos números que están muy bien porque son hospitales que funcionan como es debido y otros que mejor no pisar así te estés muriendo. Juancar no sólo se los controla todos, sino que como ya está en último año de medicina sabe un huevo y se encarga de atender a la comunidad hispana siempre que puede). El rato que he estado con Juancar me he animado un poco, pero cuando se ha ido y he vuelto a quedarme solo y perdido entre Praga y Copacabana, he vuelto a darme al llanto desatado de manera compulsiva e incontrolable. Para intentar remediarlo me he puesto como un loco a resolver problemas de física. Fruto de la desesperación hasta me he sacado de la manga una delirante teoría sobre la relación entre los estados carenciales en materia amatoria y los procesos de fusión y fisión nuclear. Pero mejor pasemos por alto mi patética contribución a la ciencia, porque empiezo a estar cansado de todo esto, muy cansado. No me aguanto ni yo mismo. Ojalá consiga olvidar a la bella Mirela y siga con mi vida donde la había dejado antes de saber que en Brasil hablan gallego. Como tengo pendiente la narración del mundo académico que habito, mejor voy con ello y así me distraigo. Vamos allá.

Cuando uno llega a la URSS para estudiar una carrera universitaria tiene que hacer un curso puente en la llamada Подготовительный факультет, o para decirlo en cristiano: Facultad Preparatoria. Allí estudiamos fundamentalmente ruso de manera intensiva y hacemos una especie de COU soviético para adaptarnos al sistema bolo de educación y ponernos las pilas sobre este país. La facultad preparatoria de la MGU está relativamente cerca de la residencia, pero dada la inmensidad de la urbe moscovita (supera los 1.000 kilómetros cuadrados de superficie y tiene más de 9 millones de habitantes), tenemos que coger un autobús y un tranvía para desplazarnos a nuestras clases, por cierto, de lunes a sábado, porque aquí el sábado se considera como un día normal de trabajo. Desde la Plaza de la Universidad, donde se deja el bus para coger el tranvía, el viaje transcurre por la Avenida Lomonosov, (atravesando la Avenida de Lenin), la Avenida Majimovsky y la Avenida de los Sindicatos, en la que el tranvía gira a la derecha para alcanzar la facultad. Lo que más me mola de la calle en la que está es el tío al que está dedicada: Gleb Maksimovich Kryiyanovsky, un ingeniero de la leche, padre del desarrollo de la electrificación de este basto país tras la revolución, proclamado “Héroe del Trabajo Socialista” en 1957. (NOTA: lo de la energía eléctrica ha tenido su miga en la URSS, según me han contado los veteranos. Lenin, el puto amo de los bolcheviques, llegó a decir que el comunismo era “los soviets más la electrificación”. Lo de los soviets no lo pillo mucho todavía, pero lo de la luz está claro: se liaron como locos a hacer presas y represas y a poner bombillas hasta en el último rincón de la tundra. Tal fue el impacto social de la movida, que a muchas de las niñas que nacieron en la Rusia rural de la época las bautizaron con el nombre de “Electrificación”. La caña. Pero lo de Kryiyanovsky ha dado más de sí: resulta que tenía una marcada vena musical y compuso la versión rusa de una mítica canción revolucionaria polaca, “La Varsoviana”. Negro, que lo sabe todo sobre ese Lenin, me contó hace unos días que era su canción preferida y hasta se puso a cantármela en ruso y en castellano como un auténtico poseso, momento en el que llegó Mario, el madrileño que estudia odontología, y se liaron a discutir porque éste decía que la letra de la canción no era esa y que “los soviéticos la habían cambiado para ocultar su origen anarquista”. Yo me perdí a mitad del acalorado debate, pero me pispé de que no sólo hay movida con los troskistas esos, sino que con los anarquistas la cosa tampoco fluye mucho. Negro estaba fuera de sí y no paraba de decir que “el fallo había sido no habérselos cepillado a todos en Aragón en el 37”. A esas alturas yo ya no entendía ni papa y me había puesto a jugar a las damas con Toni el cubano, que siempre se descojona de los españoles y es un cachondo).

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«Lenin y la electrificación». Cartel soviético de propaganda.














Para no irme demasiado por las ramas, diré que de la vida en la facultad destacan:

1. El ropero.

Unas señoras muy soviéticas y viejunas te recogen el abrigo a la entrada y si se te ocurre intentar evitarlas y colarte al edificio vestido de cabo a rabo, te persiguen como si les fuera la vida en ello para que les entregues la prenda correspondiente. Estás jodido si tu chaqueta no tiene el típico cordel en el cuello para colgarla de la percha. Se ponen a blasfemar en cirílico con la peor mala leche que he visto en mi vida. Yo hasta le he cosido una especie de cordoncillo al cuello de mi abrigo aterrado ante la tabarra de las abuelas. Eso sí, a los españoles nos respetan más que a los demás porque una de ellas estuvo combatiendo en la guerra civil. No para de cantarme cancioncillas en una lengua remotamente parecida al castellano y de gritarme cada vez que me ve algo parecido a ”pasionera, pasionera… ¡No pasarrán!”. El Cangas, al que adoran, me ha contado que conocieron a La Pasionaria, una señora española de la que habla mucho mi abuelo, y por eso se ponen como motos cada vez que nos ven.

2. La biblioteca.

Otras dos camaradas octogenarias se encargan del préstamo y el cuidado del fondo bibliográfico de la facultad. A mí me resultan encantadoras. Entre los numerosos volúmenes que atesoran, hay un montón de libros en castellano, sobre todo de cosas políticas (por cierto, Josemi y Negro me han obligado a sacar dos libros aterradores para que los comente con ellos: uno del señor bajito y con perilla que fundó la URSS y otro del melenas alemán que dicen que le inspiró. El coñazo está asegurado. Menos mal que al menos son cortos).

3. La Столовая (“estalóvaya”) o comedor popular.

En la facultad se puede desayunar, almorzar, merendar y hasta cenar si tienes clase hasta tarde. Bueno, los días en los que los problemas en la distribución de alimentos no hacen que haya únicamente té, “kaltsós” (“anillos”, unas rosquillas típicas de por aquí) y punto. En cualquier caso, los desayunos soviéticos suelen ser la pera. Cuando alguna mañana no llego con la hora pegada al culo paso por el comedor y allí me encuentro a los profes poniéndose como el quico: filetes rusos, puré de patata, ensalada de remolacha y sopa con carne y verdura son avituallas comunes en un desayuno normal de esta gente, aunque sean las ocho de la mañana. Flipante. Lo que me mola es este rollo de los comedores populares en Moscú, están por todas partes y cuestan cuatro duros. Lo malo es que nuestros hispanos estómagos no siempre digieren convenientemente los intensos alimentos esteparios. Juancar dice que hay que estar al loro, porque la comida suele estar en no muy buen estado. Hay que vigilar sobretodo los platos con carne.

4. El лингафон кабинет (“lingafón kabiniét”).

La movida va así: una sala enorme dividida en un montón de cubículos aislados unos de otros y provistos de magnetofón y auriculares. Hay turnos que comparten varios grupos de alumnos al mismo tiempo. Llegas, te sientas, te colocas los cascos y la camarada de turno va disparando las lecciones de ruso para que tú escuches y repitas. Así, a veces, hasta dos horas seguidas. Dicen que es la base del aprendizaje rápido de la lengua rusa, según un método que inventó un filólogo búlgaro. Yo salgo con la cabeza como un bombo y con una sensación de loro autómata que te cagas.

5. Mi clase de ruso.

El grupo es el siguiente: cuatro palestinos muy salaos (Abu, Hassan, Ismael y Omar), un senegalés enorme y majísimo (Babakar), un mexicano arisco (Oscar), una portuguesa encantadora dirigente de las Juventudes Comunistas de su país (María Manuela), Marga (la aspirante a fisioterapeuta de Madrid), el Cangas y servidor. Sí amigos, tan sólo diez alumnos por clase. Aquí las aulas atiborradas de personal y la movida de los números clausus y las tasas que tuvo de follones a toda España el año que entré al instituto, no las conocen ni en pintura. Al principio en las clases se tiraba mucho del inglés, pero desde hace unos días ya sólo se habla y se escucha ruso. Inmediatamente a la entrada en vigor de la medida, hemos podido comprobar que hay una verdadera división étnica de las capacidades lingüísticas: la peña palestina habla ruso por los codos mientras el resto balbuceamos como podemos. Yo creo que es porque como el árabe es una lengua con una fonética tan jodida, pues tienen facilidad para los idiomas, pero algunos veteranos dicen que como es gente que viene de situaciones muy chungas en su tierra, pues están más espabilaos que nosotros. Lo que está claro es que de todas la comunidades que habitamos la residencia y la facultad, los palestinos son los más vivillos y los más lanzaos.

6. La camarada Popova, mi profesora de ruso.

Tiene más de setenta años y sigue al pie del cañón de la docencia. Lleva dando clase desde que era una chavalilla. Vivió el “sitio de Leningrado” cuando los nazis. Imaginen: 900 días de asedio a la ciudad, sin dejar entrar ni un solo alimento, en una estrategia terrible para matar de hambre y frío a la población. Lo alucinante es que la peña resistió y no se rindió. Las historias de la Popova son la hostia, eso sí, todavía no sé como coño se dice “tenedor” en ruso, pero ya sé decir cosas como “resistencia heroica antifascista”, “el pueblo soviético, luz y guía del proletariado mundial” o “la mala baba de los felones kulaks no ahogó la esperanza patria” (a esta última frase no la he pillado el rollo todavía). El caso es que la camarada profesora es como una auténtica madre: te cuida, te mima, se ocupa de que avances en tus estudios y hasta te hace sopas y te procura medicinas si te agarras una gripe. Siempre lleva su larga melena blanca recogida con un moño y se ve que de joven debía ser una especie de bella Mirela esteparia. Yo la he pillado mucho cariño, es casi como una abuela para mí. (NOTA: lo de los ancianos en este país es la leche y las abuelas -«babushkas- son toda una institución. Yo pensaba que en un país socialista, por lo que me había contado mi abuelo, los viejos estarían jubilados y gozando de su ociosidad con todas las necesidades cubiertas después de doblar el espinazo durante décadas. De eso nada: los puedes ver barriendo las calles, cuidando museos y edificios oficiales, currando en el metro o dando clases, aunque estén cerca de los ochenta años. Cuando se lo he comentado a Curro, me ha dicho que “son las paradojas del socialismo real”. También me ha contado que en la URSS los trabajadores no tienen derecho a la huelga. Te cagas. Me lo he apuntado para comentárselo a mi abuelo).

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Típica babushka soviética





















7. El profesor Kornilov.

Nos da matemáticas, con bastante mala leche. Probablemente es el tío más estirao que he conocido en mi vida. De verdad que da pánico y es borde hasta decir basta. Siempre lleva un traje marrón con corbata de rayas y unos mocasines color crema (una de dos, o tiene el armario repleto de trajes marrones o no se ha cambiado de ropa desde que comenzara el curso. Me inclino de lleno por la segunda opción). No habla con nadie, recela de todo dios y se sienta solo en el comedor mirando de reojo a todo aquel que ose acercársele a menos de dos metros. Negro me ha contado su historia. Atentos, porque tiene miga. Dmitri Gueórguievich Kornilov trabajaba como brillante matemático en la prestigiosa Academia de Ciencias de Moscú. Hace cinco años, inspirado por un juego griego de “pentaminós” (una figura geométrica compuesta por cinco cuadrados unidos por sus lados), inventó nada más y nada menos que el Tetris (el famoso video juego-puzzle) y en una sola tarde programó una versión en una Electronika 60, un ordenador soviético provisto únicamente de un sistema alfanumérico. El caso es que el bueno de Kornilov, tras probar una y otra vez su invento, bajó gozoso a merendar al comedor de la Academia antes de subir al “Departamento de Nuevos Ingenios y Creaciones” para dar parte de su invención, cometiendo el error de dejar su ordenador encendido y el Tetris recién parido a la vista del común de los mortales. Cuando subió con el estómago lleno a su despacho, se encontró con que el espabilao de Aliosha Payhiknov, uno de sus compañeros de trabajo, le había birlado el invento y lo había registrado a su nombre. El pobre Kornilov creyó enloquecer y luchó durante meses por demostrar que él era el padre de la criatura. Fue inútil, el desaprensivo Payhiknov se salió con la suya. Poco después el videojuego empezó a ganar popularidad cuando Vadim Giratemov, un joven matemático compinchado con Payhiknov, lo llevó a la IBM, comenzándose a distribuir en Hungría. Meses más tarde, un tal Robert Stein, aprovechando que en la URSS lo de la propiedad privada en general y la propiedad intelectual en particular como que no, trató de hacerse con los derechos del juego y le vendió el concepto a una empresa inglesa y a su filial norteamericana, que comenzó su comercialización hace tres años como producto “fabricado en EEUU y creado en el extranjero”. Vaya jeta. Para entonces el pobre Kornilov ya había enloquecido del todo y, tras abordar una mañana al sátrapa de Payhiknov en su despacho y liarse a mamporros con él de mala manera, había sido expulsado sin remisión de la Academia de Ciencias de Moscú. Esa es la razón por la que un brillantísimo matemático como él vive en el abandono y dedica sus días a dar clases a extranjeros en una ínfima facultad preparatoria. También es la causa de su paranoia permanente y su atormentada personalidad. Pobre hombre. Negro tiene razón, a mí también me cae bien el profesor Kornilov.

Paseos, huidas y dolor, mucho dolor…

Por admin

Lunes, enero 14th, 2008 6:57pm

Moscú, jueves 18 de octubre de 1990

Llego a la noche… de milagro. Hoy ha sido un día extraño. Desperté entre sudores fríos y pesadillas en las que la bella Mirela se alejaba de mis días irremisiblemente (luego he sabido que tenían de premonición). No dejo de pensar en ella y me siento muy raro, no sé, como si viviera en Babia y ni mi cuerpo fuera mío. Más tarde he vagado por los pasillos de la residencia como alma en pena, hasta que ha ocurrido el milagro: por primera vez en mi vida he leído un poema, y luego otro, y otro, y otro… He devorado los libros de Josemi sin pestañear y hasta he llorado dos veces. No sé que me pasa, pero estoy acojonao…

No obstante, el día ha dado bastante más de sí… y de mí. Lo peor ha venido por la tarde. Paseos, huidas y dolor, mucho dolor. Ese podría ser el titular que resuma las últimas veinticuatro horas. Como si el reactor nuclear de mi vida hubiera sufrido un recalentamiento y hubiera explotado todo el hidrógeno acumulado desde que mis huesos aterrizaron en Moscú. Definitivamente, la monótona y apacible normalidad se ha esfumado de mi vida para siempre. Sólo queda el dolor y la angustia. Echo de menos a mi madre. Extraño Torreperogil. Quién me mandaría a mí venirme a la Unión Soviética. Y, sobre todo, cómo, pero cómo duele el amor y qué lejos está Brasil…

Amanecí muy pronto y muerto de pánico. Una pesadilla horrible me sacó del incómodo duermevela en el que me habían instalado los insoportables ronquidos hipohuracanados de mis compañeros de cuarto. Para no recrearme en exceso, solamente dejaré dos aterradoras imágenes de mis sueños:

1) Final del campeonato mundial de voleibol femenino: Brasil-Jaén (sin comentarios). Estadio lleno a rebosar. Mirela comandando un equipo de enormes y atléticas jugadoras cariocas. Mi enclenque persona capitaneando a dos mulas y un conejo desgobernado al que no consigo convencer de que deje de roer obsesivamente la red. De repente, Mirela me mira y rompe a reír. El público me señala y hace lo propio. Las carcajadas son ensordecedoras. Las mulas rebuznan histéricas. Es el infierno. Un enorme negro brasileño vestido de carnaval me acerca un espejo mientras trata de contener la risa. Dios… estoy completamente desnudo. Cubro mis vergüenzas como puedo y salgo de allí a la carrera.

2) Al instante estoy plantado en la plaza de mi pueblo (vestido). No hay ni un alma. Respiro aliviado. Todo está cerrado a cal y canto. Tengo una sed enorme. Me acerco a una fuente, pero está completamente seca. Comienzo a escuchar un rumor que va creciendo, como de marabunta. Es mi pueblo entero clamando contra mi persona. La masa va armada de todo tipo de objetos punzantes. Llevan a mi pobre abuelo encerrado en una jaula y están realmente fuera de sí. Tres días antes, un accidente nuclear de nivel siete ha provocado el pánico entre mis paisanos y lo ha destruido todo. La disparatada versión oficial apunta a mi autoría. Según las malas lenguas, he liberado una cantidad exorbitante de gas absorbente de neutrones mientras manipulaba una patata en el huerto de mi familia. El resultado ha sido un envenenamiento masivo por xenón. Estoy perdido, no hay manera de hacerles entrar en razón. Van a acabar con mi vida. Mi madre llora desconsolada. Mi padre me maldice. Atisbo a lo lejos a la bella Mirela. Va del brazo de un enorme y despampanante hombre rubio. Se parte de risa de mi suerte y no deja de repetir “patata, patata, patata”. Creo morir…

Entonces despierto entre sudores mortíferos y compruebo con alegría que todo ha sido una pesadilla. Todo está en su sitio. Los exagerados ronquidos contiguos y el reclamo de una lejana sirena que llama al trabajo me devuelven a la realidad. Moscú. Otoño. Seis de la mañana.

Luego he pasado unas tres horas deambulando por los pasillos. He huido dos veces de un par de sirios con malas pulgas y he engullido dos huevos duros y unas salchichas frías en la cafetería de la residencia. Mi aspecto era tan deplorable que me he cruzado junto a la biblioteca con Edu, el biólogo de Totana, y casi lo mato del susto. Entonces, he decidido que me ausentaría de las clases esta mañana (NOTA: tengo pendiente abordar el relato de mi vida académica, entre torturas matemáticas del profesor Kornilov, estudio de los grandes hitos de la ingeniería soviética y el comportamiento desatado de la camarada Popova, mi vetusta y cascada profesora de ruso). Me he recluido en mi habitación y, a fuerza de echar de menos las costas brasileñas como nunca antes, me he dado a la desaforada lectura de los libros de poesía que me han prestado Josemi y Merceditas. He flipao en colores. Era como una droga, no podía dejar de leer. Lo que más me ha llegado han sido las odas al progreso técnico de Mayakovski: el puto amo. Lo mismo hace apología de la tecnología, que homenajea al pasaporte soviético o escribe unos poemas de amor que son la leche: Hoy estás con el corazón acorazado, otro día más y me expulsarás abrumándome de injurias, en la turbia antesala no acierta con la manga la mano quebrada de temblor. Huiré, arrojaré el cuerpo a las calles, arisco, enloqueceré tajado de desesperación. ¿Para qué eso? Querida, piadosa, déjame decirte adiós, aunque no quieras es mi amor lastre que arrastrarás adónde vayas, deja que llore en el último grito el amargor del desaire, el buey cansado de trabajar va y se tumba en las aguas frías, para mí no hay otro mar que tu amor…”. La caña. Justo cuando me daba al patético llanto pensando en la bella Mirela, han llegado Negro y Curro. Al verme de esa guisa se han alarmado y han decidido saltarse a la torera mi estado lamentable y el deseo de morir, morir y morir que me dominaba: me han vestido a la carrera y me han sacado a las calles para que me diera el aire.

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Mayakovski y amiga

El paseo ha sido maravilloso. Hemos empezado en la Manezhnaya o “Plaza del picadero”, que está junto al Kremlin y la Plaza Roja. De ahí hemos subido por la Gorkava (se llama así en homenaje a Gorki, que según me ha explicado Negro era otro mítico escritor ruso), hemos pasado junto al ayuntamiento de la ciudad (que aquí se llama “Soviet municipal”) y nos hemos detenido en la Pogreso, una librería alucinante que tiene una superpoblada sección de libros en castellano (NOTA: lo de la cultura en este país no deja de sorprenderme. El precio que tienen los libros es ridículo: hemos ramplado con unos treinta –literal- y no hemos pagado ni ciento cincuenta pesetas. Alucinante. Había familias que llevaban una especie de carritos de la compra porque no daban a basto. Si lo cuento en mi pueblo, la peña flipa. Pero no son sólo los libros, además de que la educación es completamente gratuita para todo el mundo, los teatros, los museos o el cine tienen unos precios de coña. Negro dice que es la caña ir a la opera por unas diez pesetas y encontrarte el teatro lleno de obreros y niños. Me ha prometido que me va a llevar un día de estos). De la Progreso hemos ido a parar a la Kalinina, una de las avenidas más importantes de la ciudad (bautizada con el nombre de un tío muy bolchevique que fue presidente de la URSS), llena de tiendas y grandes almacenes. Me siguen llamando la atención las colas, por todas partes, para cualquier cosa. Como las tiendas están generalmente desabastecidas de comida, en cuanto aparece algo en los escaparates, la gente acude en masa a hacerse con ello. Ejemplo: por el camino hemos visto una enorme cola: había llegado una remesa de kalvasá (el “embutido nacional” soviético: unas veces parecido a la mortadela y otras más cercano al salchichón). No ha sido la única: lo que realmente me ha flipado ha sido encontrar un interminable colón que daba la vuelta a la manzana de una tienda Melodía para, atención, hacerse con un disco de los Beatles. Según me ha contado Negro, es todo un acontecimiento: las autoridades de la URSS no veían con buenos ojos la música de occidente hasta que llegó la Perestroika, así que grupos de hace veinte o treinta años son novedad para la mayoría de los soviéticos, que son capaces de hacer horas y horas de cola por un disco que tiene más años que la tana (NOTA: Melodia es el sello discográfico del Estado, encargado de la edición y distribución de toda la música que circula por el país. No hay más sello que ese, aunque me han contado que circulan por ahí grabaciones piratas de grupos a los que el Estado no da bola. Negro es un fanático de la música. En la media hora que hemos pasado en la tienda, me ha dado todo un seminario improvisado sobre el panorama musical soviético. Eso sí, a él lo que realmente le gusta es la música clásica. Te cagas. Además, me ha hablado del jazz soviético y se le encendían los ojos. Tiene por ahí un tocadiscos viejo que no usa: me lo va a pasar junto a un montón de discos para que me inicie en su disparatada devoción megalómana. Al igual que sucede con los libros, en la URSS los discos no cuestan una mierda. Negro se ha comprado siete por, ejem… unas cinco pesetas. No salgo de mi asombro. Por eso aquí hay tanta gente que sabe un huevo de música y todo dios va a la opera o al ballet).

 

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Tienda «Melodia» en la moscovita Avenida de Kalinin

 

 

 

 

 

 

Tras llenar el estómago con una especie de pizza que hemos encontrado en uno de los quioscos de la avenida Kalinina, nos hemos vuelto para la residencia. Al llegar, Marga e Isabel me han advertido de que Mesa se había personado en el edificio y andaba buscándome como un loco. Dentro de dos días comienza el campeonato de mus y yo sigo tratando de que me cambien de pareja desesperadamente. Como no tenía ninguna gana de toparme con él, me he pasado huyendo gran parte de la tarde, casi tanto como el que he malgastado tratando de provocar un encuentro “fortuito” con la bella Mirela. Tras lograr dar esquinazo al pobre Mesa por los pelos y haber hecho correr el rumor de que me había ido de viaje más allá de los Urales hasta el inicio del campeonato, me recluí en un rincón remoto de la biblioteca, con la intención de estudiar algo de ruso y dar cuenta de unos problemillas de física que nos han puesto en clase. Craso error. Fue sentarme delante de un papel y brotarme la fuerza interior que me tiene hecho un cristo devoto de las costas brasileñas y el balonvolea. Dicha fuerza hasta ahora desconocida me llevó a llenar unas doscientas cuartillas con el nombre de Mirela hasta en cirílico y lo que es peor, a componer los primeros y ridículos ripios de mi corta existencia. Joder. Si hubiera una vacuna me la pondría ahora mismo. Estoy de los nervios. No obstante, el drama ha llegado un rato más tarde, cuando harto ya de mi vena poética y de gastar los mapas del Brasil en las viejas enciclopedias soviéticas, he salido de la biblioteca con la intención de engullir cualquier tipo de alimento en la cafetería de la residencia. Entonces, el destino me ha deparado la peor de las suertes posibles. La terrible sucesión de acontecimientos ha sido la siguiente: 1. Salgo al pasillo atorado a partes iguales por un hambre y un aturdimiento quinceañero que había que verme. 2. Como de la nada, emerge la bella Mirela con su chándal, su rubia melena arrebatada, su sonrisa kilométrica y su todo. 3. Logro resistir a unos dieciséis amagos de desmayo. 4. Ella me pregunta qué tal con su castellano de telenovela y, atención, me planta un beso en la mejilla, lo que vuelve a provocarme otros tantos amagos de lipotimia. 5. En ese momento, todo comienza a ir mal, muy mal: Mesa sale de la cafetería y se acerca, gozoso, a nosotros. Exhibe una aterradora sonrisa, saluda y… ME PASA LA MANO POR LA ESPALDA. 6. Exactamente tres segundos después, un joven, atlético y despampanante checo aparece por el pasillo, abraza denodadamente a la Mirela del alma mía y le planta un beso de tornillo. 7. Ella sonríe y nos presenta a Tarzán como Václav, su novio. 8. Me tambaleo. Todo se nubla a mi alrededor. Me falta el aire. 9. “Su novio”… siento como esas dos terribles palabras se me clavan en una pierna. 10. El dolor es enorme, pero verdaderamente enorme. No puedo retener las lágrimas. 11. Veo que Mirela, Mesa y el bello hombre-armario me miran aterrados la pierna. 12. Hago lo propio y, ¡DIOS!… observo que fruto del estado de nervios y la pérdida de control que me ha provocado la estampa amatoria checo-brasileña, me he clavado dos portaminas en plena pantorrilla y la sangre brota a borbotones (de ahí el intenso y escasamente poético dolor, evidentemente). 13. Nuevo acceso de lipotimia. Vuelvo a tambalearme. 14. Se desata la mayor de las humillaciones imaginables: el hombre de Praga se quita su camiseta exhibiendo una cantidad insultante de músculos perfectos y checoslovacos, me hace un torniquete con ella, me coge en brazos y sale conmigo a la carrera en busca de asistencia sanitaria en la policlínica más cercana. Definitivamente, la madre de todas las derrotas.

Me ahorraré el cúmulo de exageraciones vividas gracias al sistema médico soviético. Sólo diré que, tras pertinente viaje al mercado negro en búsqueda de la vacuna antitetánica, algodón y gasas, logré que me limpiaran y me cosieran la herida (NOTA: realmente en la policlínica no había nada de nada, salvo médicos y enfermeras por doquier. Desconozco la causa de la ausencia de utensilios sanitarios, pero no de la carencia de alcohol: los galenos y sus ayudantes se lo habían pimplado todo. La melopea era general y escandalosa. Sencillamente dantesco). Tras la delirante excursión ambulatoria, el humillante rey de la selva (negra) me depositó literalmente en mi cama y, seguramente, partió a hacerle el amor sin medida a la bella Mirela. Yo pasé como una hora y media de llanto desconsolado y vergonzante, con una especie de hipo que amenazaba con saltarme los puntos, mientras me daba a la lectura impulsiva de las obras de teatro del tal Brecht (por obra y gracia del ingente préstamo bibliotecario de Merceditas) y veía caer la noche, maldiciendo mi suerte y la disparatada idea de dar con mis huesos en la URSS. No sé cómo sobreviviré a tanta desolación…

Crimen y castigo…

Por admin

Jueves, enero 03rd, 2008 3:59pm

Moscú, madrugada del miércoles 17 de octubre de 1990

Las aguas asturianas han bajado algo más tranquilas hoy: el Cangas ha logrado vengar la dolorosa afrenta que sufrió ayer, cuando León y Víctor se desayunaron el queso que le había enviado su familia. Y vaya que si ha saciado su sed de venganza: el castigo a los matemáticos de Cocentaina ha sido espantoso y ejemplar. He de reconocer que me he alegrado, porque comerse con total alevosía el queso ajeno es algo terrible dadas las estrecheces alimenticias que pasamos por aquí, pero al mismo tiempo los pobres me han dado una pena enorme. A ratos me asusta la deriva cuartelera que observo en la comunidad hispana…

La mañana nos ha deparado la primera reunión oficial del curso de la comunidad española de estudiantes en Moscú. Dicha comunidad no es solamente una realidad informal, sino que formamos parte de la Asociación de Estudiantes Españoles en la Unión Soviética, con su presidente, su junta directiva, su sello y todo. Se trata de un organismo reconocido por el Estado Soviético y que agrupa a los estudiantes españoles que estamos repartidos por las diferentes universidades del país (NOTA: lo de “estudiantes españoles” es objeto permanente de polémica con los vascos y algunos catalanes, pero para no liarse y, sobre todo, para no liar a los soviéticos, la cosa se mantiene. Eso sí, Beñat, un chaval de Hernani que estudia tercero de Economía –sí amigos, otro vasco que estudia esa materia en «el paraíso del Plan Quinquenal», como diría mi abuelo-, no pertenece a la asociación ni asiste a reunión alguna. Gorka tampoco ha ido a la de hoy y dice que pasa de registrarse. Aunque también hay peña del País Vasco que está en la asociación y no pasa nada). Como la reunión ha estado motivada por “las guerras sirias” y ha tenido carácter extraordinario, los estudiantes españoles que están desperdigados por Leningrado, Kiev y otros lugares, no han asistido. También ha habido ausencias significativas, entre las que cabe destacar la de las dos gemelas del KGB y la de Víctor y León (conocidos ya como “Los dos de Cocentaina”), que continuaban escondidos ante la ira ingobernable del Cangas. El encuentro nos ha permitido a los novatos conocer a los más veteranos, entre los que se cuenta el propio presidente de la asociación: Pepe, un murciano que lleva ocho años en Moscú y está terminando ya su tesis doctoral (aquí se llama “Aspirantura”). El tipo me ha parecido un estirao y un desaborío como la copa de un pino.

El orden del día de la reunión ha sido el siguiente: 1. Estrategia y táctica en el frente sirio. 2. El caso de los matemáticos zampa quesos y su correspondiente castigo por obrar de manera tan insolidaria con el Cangas. Vayamos al relato de la asamblea de marras y sus derivados.

Los más mayores, con Josemi a la cabeza, nos han informado de que han tenido un encuentro con los sirios y han conseguido sacarles un alto el fuego a condición de que el Cangas cambie de habitación y se sitúe en una del quinto piso, lejos del mundo árabe y, atención, no le dirija la palabra nunca más a ningún estudiante sirio. Se han mantenido igualmente encuentros con los estudiantes palestinos y los libaneses, con los que hay un buen rollo de la leche, tanto que han prometido alianza eterna con nosotros en caso de que Siria vuelva a la carga. Esperemos que la cosa aguante, aunque yo no las tengo todas conmigo: esta noche me he cruzado a un sirio en las duchas y se ha tirado diez minutos de reloj metiéndome la chapa medio en árabe, medio en ruso, medio en inglés mientras yo me enjabonaba. Ni papa de lo que me decía, pero a juzgar por el tono y la cara de cabreo, no me imagino nada bueno. Pero lo peor no ha sido eso, sino que el inconsciente iba descalzo (¡en esas duchas con más roña que el palo de un gallinero!) y, en mitad de una frase impronunciable, ha pisado una auténtica mierda vietnamita que un enjuto y humilde estudiante del país asiático había depositado minutos antes protegido por los vahos del pasillo. Ozú lo mal que lo he pasao aguantándome la risa para que el sirio no se mosqueara y se liara otra vez la marimorena. Ni que decir tiene que a) la anécdota ha dado ya la vuelta al mundo hispano y las duchas han sido bautizadas como “el campo minas”; y b) exactamente a las 22:37 se ha iniciado la primera guerra sirio-vietnamita del año, que a las 23:05 era ya la primera guerra sirio-vietnamita-hindú, porque unos desaprensivos y miopes alawitas han arrojado (literalmente) por una ventana a un pobre y pacífico estudiante de Calcuta al que han confundido con el dueño del zurullo de las duchas, motivo por cual los indios han olvidado al padre Gandhi por unas horas y se han liado a mamporros…

Llegados a este punto seguramente se estén preguntando cómo es posible que un truño de vietnamita haya llegado hasta las duchas. Bueno, digamos que no es algo nuevo en la residencia de Lomonosov: yo lo llamo “el problema de la ausencia de río”. Al igual que las estudiantes hindúes de pueblo acostumbran a inundar los baños para cumplir con su higiene personal, causando dramáticas cataratas en el edificio, los estudiantes vietnamitas provenientes del medio rural se lavan la ropa y hacen sus cosas en el plato de la ducha. Sus cosas son, básicamente, jiñar y dejar el tordo como homenaje al libre albedrío y regalo para el siguiente usuario. El asunto es surrealista y no hay diálogo posible. Esta peña es la primera vez que ve una ducha en su vida, con lo que se ha optado por reservarles tres duchas al fondo de la sala únicamente para ellos. Además de los pequeños vietnamitas asilvestrados y los roedores descomunales, las duchas están habitadas por un personaje sin par: Liberto, un pálido y flaquísimo estudiante colombiano de biología que, al igual que la buena de Merceditas, siente una profunda fascinación por las dimensiones inigualables de los miembros colgantes del África negra. Tanto, que pasa las tardes enteras en las duchas, hipnotizado ante tamaños genitales pendulares. Todo iba bien hasta que hace una semana el bueno de Liberto no pudo contener sus impulsos libidinales y se abalanzó sobre un joven senegalés al que previamente había bautizado como “trompa de chocolate” (sin comentarios). Evidentemente, el pobre de Liberto acabó en el hospital con varios huesos rotos y la comunidad africana decretó que el gobierno del pobre Liberto era asunto hispano: es el único colombiano que vive en la residencia y como los africanos dicen que habla como nosotros, pues es “nuestro”. Lo cierto es que más allá del incidente, Liberto es un tío muy salao y muy majo. Pelín raro, eso sí (no sale de la residencia sin un enorme abrigo militar soviético en el que literalmente se desaparece, ni sin un extraño maletín de piel del que no se separa ni en pintura. Nadie sabe lo que contiene y hay todo tipo de teorías al respecto).

Pero regresemos a la reunión de la asociación de estudiantes españoles. Una vez resuelto el tema sirio, se ha pasado a abordar la cuestión de los dos de Cocentaina, ante la exigencias de un Cangas histriónico que ha llegado a citar a un tal Dostoievski (NOTA: cuando le he preguntado a Josemi por ese tipo, se ha encolerizado porque no lo conocía. Me ha explicado que se trata de uno de los mitos de la literatura rusa y que Agustín lo citaba porque escribió un libro muy famoso que se llama Crimen y castigo. La verdad es que de todas las cosas que me ha contado Josemi de ese Dostoievski yo me he quedado con que estudió ingeniería y con el dato de que a su padre lo mataron sus siervos a garrotazos porque al parecer era un déspota de cuidao. Si amigos, siervos. Josemi me ha explicado que en Rusia el feudalismo duró prácticamente hasta antes de ayer. La gente estaba muy jodida: por eso hubo una revolución tan tocha, según él. Cada vez me molan más las chapas de Josemi. Se aprende un huevo. Eso sí, esta noche me ha venido con el libraco ese de Crimen y castigo y las lecturas imposibles con las que me asedia se me acumulan sin que me vea capaz de hincarles el diente. Cuando me pongo, a los dos minutos ya me he aburrido y me he pasado a los problemas de las asimetrías mixtas en la teoría cuántica de campos o al teorema de Haag. No lo puedo evitar). Pero volviendo al caso de los dos de Cocentaina, he de decir que el castigo ha sido tremebundo. Se ha delegado en una comisión de veteranos la decisión y, tras cinco minutos de discusión, la comisión ha optado por encomendarles la realización de un sencillo recado: ir al Ministerio de Educación soviético a recoger unos documentos para la asociación. El Cangas estaba indignado por la levedad del asunto, pero la indignación le ha durado solamente hasta que los dos pobres matemáticos han regresado del Ministerio. Básicamente esto es lo que ha ocurrido: los veteranos les han comunicado el castigo a los de Cocentaina, que se las han prometido muy felices por lo simple de la misión. Como los nuevos todavía no tenemos mucha papa de ruso, les han escrito en un papel todas las instrucciones para los funcionarios soviéticos en perfecto cirílico, diciéndoles que se lo enseñaran a los policías que custodian todo edificio oficial moscovita. Bien, cuando León y Víctor han llegado al ministerio y han exhibido gozosos el papel ante los ojos de los funcionarios de la seguridad soviética, los enormes policías se han liado a hostias con los pobres matemáticos enclenques sin mediar palabra. Los pobres han regresado a la residencia hechos un cristo y llorando a moco tendido. La cuestión es que lo que los cabrones de los veteranos les habían escrito en perfecto cirílico no era más que una retahíla de improperios eslavos entre los que hijo de puta era el más suave, de ahí que los milicianos soviéticos se hubieran despachado a gusto con los de Cocentaina sin dar crédito ante semejante temeridad y desfachatez. Ni que decir tiene que el Cangas se ha descojonado y se ha dado por satisfecho con el aterrador castigo al que se ha sometido a los pobres alicantinos, que permanecen en cama reponiéndose de la paliza. (NOTA: lo de los tacos entre los rusos es la hostia. Son unos bestias retorcidos a la hora de dar rienda suelta a su mala baba. De entre todos los improperios eslavos al uso, el que me resulta más espeluznante es “iop tbaiu mat dievit raz”, algo así como… ejem, “fóllate a tu madre nueve veces”. Además, los rusos acostumbran a meter en cada frase la expresión “¡bliad!” –“joder-”. Juancar dice que una vez le contó a un ruso veintitrés “bliads” mientras conversaba con otro “bolo” durante el breve espacio de tiempo de un viaje en ascensor. “Bolos” es como llamamos a los rusos entre la peña española y latinoamericana. Al parecer, es un mote que inventaron los cubanos. Cuando los soviéticos mandaron a Cuba a los primeros funcionarios encargados de desarrollar la cooperación con las autoridades revolucionarias de la isla, los caribeños los pusieron ante una durísima prueba: bailar salsa. El sentido del ritmo y la gracia de los movimientos de los esteparios eran tan escasos, que lo único que lograban hacer era reproducir un leve y monótono movimiento oscilatorio sobre su tronco, muy semejante al tambaleo de un bolo. De ahí el epíteto).

 

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                                Máquina soviética de mamporros

La barrabasada con Víctor y León ha sido el desfase más notable de los veteranos hasta la fecha. Cada vez me acuerdo más de las infumables historias cuarteleras de mi padre (dos años en Sidi Ifni haciendo la mili “con lanza”, como dice él). Lo que pasa es que en general son muy buena gente y a los nuevos nos ayudan mucho. Cuando les he ido con mi queja por la sobrada con los de Cocentaina se han justificado soltándome un rollo sobre el espíritu comunitario y la necesidad de que seamos solidarios entre nosotros: comerse en plan rácano la comida de otro es un mal rollo de la leche. De ahí el castigo ejemplar. Negro, estudiante de matemáticas y uno de mis veteranos favoritos (es el que representó el papel de funcionario soviético a nuestra llegada), me ha dicho algo muy raro que no he logrado entender del todo: “los de Cocentaina son unos pequeñoburgueses individualistas a los que el pueblo les ha dado su justo castigo”. Glups. A mí Negro me cae muy bien porque es de los que más me ayuda con las cosas de clase y con el ruso. Dos datos de su biografía lo convierten en un personaje sin igual: fue campeón de las olimpiadas de matemáticas en España y es el único estudiante español que en toda la historia de la Unión Soviética ha sido capaz de ganar una partida a los del club de ajedrez de la MGU. Casi ná. Un puto crack.

Desayuno con cabrales…

Por admin

Jueves, diciembre 13th, 2007 8:42pm

Moscú, lunes 15 de octubre de 1990

Me hubiera encantado pasar un lunes aburrido y rutinario. Los sobresaltos a base de borracheras, guerras sirias y exageraciones made in federación brasileña de voleibol me tienen verdaderamente extenuado. Pero no, no podía ser. Aquí no hay normalidad posible. Veamos como amanecí…

A eso de las nueve, el Cangas me ha despertado emocionado perdido (juro que se le saltaban las lágrimas). Su hermana le había mandado una lata de fabada y un enorme queso de Cabrales a través de una amiga que ha viajado a Moscú por trabajo. Hasta ahí todo bien. La tragedia ha llegado cuando León y Víctor, los matemáticos de Cocentaina con los que comparte cuarto, han abierto el ojo y se han topado con la avitualla. Cuando hemos llegado era ya demasiado tarde: los cutres valencianos se habían comido el queso a palo seco y a la velocidad del rayo, motivo por el que yacían medio muertos en el suelo agarrándose el estómago, más blancos que el núcleo de alta energía de un ciclotrón. Por un segundo he pensado que Agustín los iba a matar ipsofacto. Sin embargo, el bueno del Cagas ha visto el desaguisado del queso y se ha venido abajo: se ha puesto a llorar a moco tendido como un niño mientras recogía miguitas con sus dedos y repetía frases extrañas en bable (NOTA: yo en mi pueblo no tenía ni papa de la movida de los idiomas peninsulares. Aquí hay estudiantes catalanes, vascos, asturianos, valencianos o gallegos y siempre andan con lo de sus idiomas para aquí y para allá. A los andaluces también nos tira la tierra, pero lo de esta peña es tela. Tampoco sabía que a muchos de ellos no les mola nada España. Yo en Torreperogil no tenía ni flores de eso y he flipao en colores. El Cangas, por ejemplo, habla una lengua romance. La caña). El caso es que he aprovechado el bajón emocional del asturiano para sacar como he podido a los dos desaprensivos y esconderlos en la habitación de Edu (el biólogo de Totana), porque me temía lo peor cuando el Cangas saliera del trance emocional, como así ha sido: cuando he bajado de nuevo a su habitación, blandía un cuchillo y salivaba sin parar mientras juraba venganza por la ofensa de los matemáticos. He conseguido calmarle con la ayuda de Mario, pero el precio ha sido altísimo: nos ha obligado a engullir con él la lata de kilo de Fabada y, ejem, todavía no eran las diez de la mañana. Ni que decir tiene que a partir de ahí ya no ha habido manera de enderezar el día.

Una vez pasado el trance del desayuno-merienda-cena y tras dos visitas inenarrables y clandestinas al Parque Nacional de Colitis, con el estado de nervios que desatan semejantes viajes ante la posibilidad de ser presa de la afición ibérica a joder la cagada, he intentado en balde tramitar una solicitud de cambio de pareja para el campeonato de mus. Me aterra la idea de tener como compañero al tío más gafe de la URSS, pero por más que me he arrastrado ante la organización del evento, se han desestimado una a una mis suplicantes alegaciones. Cuando se habla de Mesa todo dios dice que es un buen tipo… para añadir segundos después la coletilla de “pobre hombre” y aconsejarte no compartir mucho con él ni dejar que te toque, sobre todo la espalda (desconozco el significado de este último dato). Lo cierto es que basta conocer tan sólo tres episodios de su biografía esteparia, para darse cuenta de que el título de cenizo se lo ha ganado a pulso: 1. El avión en el que viajó por primera vez a Moscú, becado por el Estado soviético, sufrió un serio problema en un motor y se vio obligado a aterrizar de emergencia en la región de Tiraspol (República Socialista Soviética de Moldavia). No hubo daños físicos de consideración, pero guiados por Mesa, los estudiantes españoles de su promoción se despistaron del resto de atemorizados pasajeros y vagaron por las remotas orillas de río Dniéster durante dos días con sus gélidas noches, alimentándose a base de raíces y bayas silvestres. 2. Cuando cursaba segundo de carrera se aficionó a las clases de Vasili Prokofiev, una eminencia en filología eslava del que al parecer admiraba su atrevida concepción del análisis composicional y la estilística del texto. El pobre docente comenzó a recibirle en el diminuto apartamento que compartía con su hermana en Lubianski Proezd. Tras la tercera visita de Mesa, el bueno de Prokofiev cayó gravemente enfermo. Le fue diagnosticado un extraño desorden psicomotriz de carácter bacteriano que acabó matándole en pocas semanas. Y 3. Hace dos años, en medio de una de esas antológicas borracheras de la comunidad estudiantil patria en Moscú, a Mesa le gastaron una inocente y simpática broma. Como el tipo había bebido de lo lindo, llegó a perder el conocimiento y se sumió en un profundo sueño del que no había manera de despertarle. Ese mismo día, Juancar había suspendido el único examen de su vida y, aunque se trataba de un ínfimo test semanal de foniatría, estaba muy cabreado y echaba la culpa de manera obsesiva al pobre Mesa, con el que se había cruzado por la calle minutos antes de la prueba. Aprovechando que Mesa estaba grogui, Juancar convenció al resto de beodos para sacarle de la residencia, llevarlo a la moscovita estación de Kazán y facturarlo en un tren a Turkmenistán. Dicho y hecho. El dato relevante es que el tren, con Mesa durmiendo su cogorza en uno de los compartimentos, descarriló tres horas después de salir de Moscú. Definitivamente espeluznante.

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Mesa y los trenes…

(NOTA: lo del ferrocarril en la URSS es la leche. Es muy barato y el servicio funciona realmente bien: la eficiencia horaria es asombrosa. Las estaciones de tren -Moscú tiene nueve- son hervideros de gente que viene y va de una punta a otra de este enorme país. Hay un rito ferroviario en la comunidad hispana que se desata a las doce menos cuarto de algunas noches de borrachera y desfase. En mitad del desvarío alguien dice de repente “¿a que no hay huevos?”. Todos los demás saben que se trata de un clásico en materia de retos absurdos: salir a toda pastilla en taxi (o lo que sea) para intentar coger el orgullo de los trenes soviéticos: el Estrella Roja, que comunica la capital con la ciudad de Leningrado. El problema es que la locomotora arranca a las doce en punto de la noche sí o sí y la residencia está a tomar por saco de la estación, con lo que solamente hay unos diez minutos para completar un recorrido suicida. Como ya no hay manera de comprar billetes, si es que se consigue llegar a coger el tren, lo que se hace es sobornar convenientemente a los revisores, que por un puñado de rublos se encargan de distribuirte por los compartimentos vacíos o de esconderte por el tren. Una vez en Leningrado, se visita a los estudiantes españoles que habitan el lugar y se regresa al día siguiente en el mismo tren nocturno. Todo un clásico según cuentan. Josemi añade pomposamente que la cuestión de los trenes en la URSS da la medida del enorme desarrollo de este país y de su superioridad en relación a lo que él llama “el mundo capitalista”: “el tren es el mejor medio de transporte que jamás se haya inventado y el menos contaminante”, apunta. Yo no tengo ni idea de eso, pero lo que sí tengo son unas ganas de la leche de que llegue una de esas noches de Estrella Roja para bautizarme. Fijo).

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Alegre estampa ferroviaria en la Unión Soviética. Moscú, 1990.

Mi primera curda II

Por admin

Lunes, noviembre 26th, 2007 5:12pm

Moscú, sábado 13 de octubre de 1990

Ayer abandoné el diario conmocionado por una terrible noticia: Mesa, el tío más gafe de la URSS, será mi pareja en los campeonatos de mus organizados por las hordas hispanas. Estoy perdido. Ni San Heraclio Fourier podría remediar tamaño desaguisado. El campeonato no es un alegre ejercicio de hermanamiento y ocio comunitario, sino una auténtica competición a cara de perro que puede llegar a costarte la vida… La cuestión no es tanto ganar, como no perder. A la pareja perdedora se le da a elegir entre dos castigos inmisericordes: “esclavitos” o “natación”. El primero te obliga a convertirte en el lacayo de la pareja ganadora durante una semana. El segundo es un baño en las gélidas aguas del río Moscú durante más de cuatro minutos. A tenor de lo que cuentan sobre los extremos a los que puede llegar la condición de súbdito de la pareja ganadora, créanme si les digo que son preferibles los cuatro minutos de natación suicida.

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Vista del río Moscú. Obsérvese el hielo flotante. Glups.

Fruto de mi desazón por la noticia del sorteo, dejé a medias el relato de la primera borrachera de mi vida, justo en el momento en el que, presos de una melopea descomunal, nos echamos a la calle. El cuadro era realmente espeluznante: Merceditas colgada del torso despampanante de Umaru “el africano”, medio desnudo tras realizar una demostración de danzas folklóricas que dejó mi habitación arrasada; Isabel y Marga descojonadas y pintándole bigotes con un corcho quemado a todo bicho viviente, incluida la viejuna camarada recepcionista de la residencia; Mario envuelto en su clásico pañuelo palestino, vomitado hasta las cejas y sin una zapatilla; El Fuli rasgando una especie de laúd levantado a un libanés, llorando a moco tendido y emitiendo una especie de graznido ensordecedor vagamente parecido a una seguidilla (Josemi había conseguido detenerle minutos antes cuando, fuera de sí, zarandeó a un horrorizado ciudadano soviético para exigirle la construcción de un mausoleo para Camarón junto al de Lenin). De mi enclenque persona, qué decir: estaba más feliz que una lombriz y me había dado por abrazar a todo el mundo con una absurda sonrisa de pánfilo. Vamos, que llevaba un pedo del quince…

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Mausoleo de Lenin en la Plaza Roja. Moscú, 1990.

El caso es que justo cuando un dignísimo Josemi, nombrado solemnemente “Presidente de la República de Beodia”, había conseguido convencer a dos taxistas para que nos llevaran de esa guisa hasta el Hotel Intourist (para seguir bebiendo como cosacos) apareció el que faltaba: de pronto vimos salir por la pueta de la residencia a un enloquecido Cangas, semi desnudo y al grito de “¡A mí Don Pelayo!”, perseguido por quince sirios encolerizados blandiendo todo tipo de cachiporras caseras. Al vernos, la marabunta siria arremetió contra nosotros, desatándose una estampida dantesca que dio con mis huesos, los de Umaro y los de Merceditas en una zanja abierta a unos cien metros del lugar. Gracias a esa zanja puedo decir que salvamos la vida (Nota: lo de las zanjas en Moscú tiene un insospechado significado macroeconómico. Desde hace décadas, los soviéticos presumen de la ausencia total de desempleo: todo dios tiene trabajo… Aunque el Estado tenga que inventarlo. Les cuento. Una mañana salí de la residencia y me topé con cinco trabajadores que abrían una zanja junto a la carretera. Al día siguiente, pasé por el mismo lugar acompañado de Enrique Otero, un simpático veterano malagueño que estudia filología eslava, y vi a los mismos tipos tapando alegremente la enorme zanja que habían abierto escasas horas antes. Cuando les preguntamos por el asunto, nos contaron que llevaban meses abriendo y cerrando zanjas de manera incomprensible por toda la ciudad. Esa era la tarea que les había asignado el funcionario a cargo del departamento para el que trabajaban. También nos dijeron que no eran la única cuadrilla ocupada en semejante menester… Sin comentarios).

Pero volvamos a la huida ante el ataque sirio. Antes de perder el conocimiento fruto del pánico y la cantidad de alcohol que había ingerido, ocurrió un hecho que transformó de golpe la imagen que me había hecho de Merceditas: tras perder los nervios, Umaru comenzó a gimotear como un niño aterrado. Sobreponiéndose a su borrachera, Merceditas procedió a abofetear y mandar callar al gigante ugandés para, acto seguido, atisbar temeraria el horizonte, agarrar un trozo de adoquín y lanzarlo con pasmosa precisión contra la bombilla de una farola que amenazaba con desvelar nuestra posición a las tropas árabes. Todo ello en menos de cinco segundos. Tras retornar sonriente a la trinchera, besó a Umaru y pronunció solemnemente una frase que se me ha quedado más grabada que la fórmula Rosenbluth de la difusión inelástica: “unos están en sombra, y otros bien iluminados. Se ve a los que da la luz, pero a los otros, ni caso”. Acojonante.

Lo siguiente que recuerdo es despertarme temblando debajo de una cama y ver a mi lado a una bellísima mujer rubia que me acariciaba la mano mientras me susurraba dulcemente palabras en gallego. Lo primero que pensé es que me había muerto, motivo por el cual rompí a llorar de manera exagerada delante de aquella tremenda mujer de Lugo. Como cuanto más lloraba yo más me acariciaba ella, me pasé llorando unos cuarenta calculados minutos de inolvidables caricias y arrumacos. Cuando ya estaba a punto de deshidratarme, llegaron Mario y Josemi, para sacarme de debajo de la cama y poner fin a mi maravillosa excursión al mundo de los muertos. Entre lo que me contaron ellos y lo que he podido ir recordando en las últimas horas, he logrado hacerme una idea de lo ocurrido. Resumo los datos más importantes:

1. Perdí el conocimiento en la zanja que nos salvó de una muerte segura a manos de los encolerizados sirios. Cuando la situación se calmó, Umaru cargó conmigo hasta la residencia. Al ser informado por unos estudiantes palestinos de que la cosa estaba fea («mejor te esfumas durante unas horas»), decidió darse a la fuga ocultándome en la habitación de dos bellas jóvenes de una comunidad neutral: Brasil.

2. La mujer que me acariciaba bajo la cama no era de Lugo, sino de Salvador de Bahía. Se llama Mirela y estudia educación física. Ha sido dos veces campeona juvenil de voleibol de su enorme país. Desde que la conocí estoy muy raro y los demás se descojonan de mí. Yo creo que me he enamorado, pero como no me ha pasado antes, no sé si es eso o es que el pánico por las hordas de Damasco se me ha agarrado a la tripa.

3. ¿Por qué perseguían los sirios al Cangas? Agárrense. El susodicho estaba durmiendo la mona en una armario cuando le entraron una terribles ganas de mear; con tal mala suerte que, en su enloquecida carrera hacia el meadero, confundió el baño con la habitación de tres estudiantes sirios. Al parecer, los tipos estaban rezando de cara a la Meca (y de espaldas a la puerta) cuando irrumpió el energúmeno. Como el Cangas iba ciego perdido, vio una taza del water donde en realidad había un sirio rezando arrodillado y, ni corto ni perezoso, se sacó la chorra y orinó al tipo. Consiguió escapar a la cólera inmediata del estudiante orinado, pero cuando la noticia se propagó por la comunidad siria, pusieron precio a su cabeza. Ahí se inició el ataque.

4. De momento las cosas se han calmado gracias a la mediación de los libaneses y los palestinos, que no se llevan bien con los sirios y se han puesto de nuestra parte. Se ha convocado una reunión para negociar un alto el fuego dentro de dos días. Mientras tanto, los sirios han exigido que el Cangas desaparezca de la residencia y de la universidad. Josemi se lo ha llevado a su habitación en la residencia de casados de la calle Vernadskaba, donde vive con su mujer, Eva, una madrileña muy maja que estudia geología (Nota: cuando me han dicho que la calle en la que viven se llama así en homenaje a Vladimir Ivánovich Vernadsky he flipao en colores. Joder, ¡el puto amo de la noosfera y el cosmismo ruso! Todavía no me lo creo).

5. La frase que pronunció una poseída Merceditas tras cepillarse una farola de una pedrada no es suya sino de un tal Bertold Brecht, un poeta alemán que le mola mucho. Cuando le he preguntado por el asunto se ha emocionado. Esta mañana me ha traído un libro de ese tío y otro de un ruso del mismo palo: Mayakovski. Lo más aproximado a un poema que he leído en mi vida son los estudios sobre el polonio y el radio de Marie Curie, pero con lo emocionada que estaba cualquiera le decía que no a la buena de Merceditas.

6. Definitivamente creo que amo locamente a la bella Mirela. Voy a necesitar ayuda. Estoy muy raro. Diooos. Tengo miedo.