El enigma Kornilov y la Plaza Lubianka
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Viernes, mayo 02nd, 2008 5:46pm
Moscú, jueves 1 de noviembre de 1990
Definitivamente la República de los Soviets me ha convertido en un superviviente. La última prueba que me ha deparado el destino moscovita casi acaba conmigo: horas y horas entre enrevesadas variables complejas e imposibles operadores hermíticos por obra y gracia del misterioso profesor Kornilov. Pese a todo, he confirmado que soy feliz entre cálculos de ceros exteriores y otros placeres físicos… Dios… Placeres físicos… Rumanía está cada vez más cerca. Estoy perdido y aterrado. Ojalá diera con la fórmula para evaporarme. No pego ojo desde que Negro decidiera ponerle fecha de defunción a mi jienense virginidad. Tic-tac, tic-tac. El reloj no se detiene y el sábado está ya a la vuelta de la esquina. Me puede el pánico. Temo morir de un infarto antes de llegar siquiera a atisbar los Cárpatos…
La aventura de variable compleja comenzó ayer por la mañana, cuando el profesor Kornilov me dio los buenos días y se sentó conmigo a desayunar en la facultad. Teniendo en cuenta que el tipo es conocido entre los alumnos como “Mr. Parco” y no habla más que cuando está dando clase, me sorprendió mucho su acercamiento. Pizca más o menos, así fue la conversación tal y como la recuerdo:
– Usted es el camarrada Romero, ¿si?
– Eh… Sí.
– ¿Puedo sentarrme?
– Claro… No sabía que hablara castellano…
– Mi padre murió en la guera de su país. Dejó escrito que querría que sus hijo aprendierran a hablar español. Mi madre hizo todo lo posible. Me crié con niños de la guerra españoles en Jarkov.
Kornilov hace una pausa para engullir un par de cucharadas de Kasha. Luego se limpia metódicamente la boca. Me mira a los ojos fijamente. Tiemblo en mi silla. Sigue mirándome. No he visto un tío más serio en toda mi vida. Trato de disimular mi pavor.
– Negro me habló de ti. Dice que tienes excelente facultades con el cálculo y ansias por aprrender.
Yo le sonrío y no alcanzo más que a devolverle una especie de mueca complaciente. Kornilov abre su roída cartera de cuero y saca una cuartilla. La pone encima de la mesa y me la acerca.
– Tienes veinticuatro horas, ni una más.
Miro la hoja de reojo. Está llena de problemas de variable compleja y de mecánica cuántica.
– Si te rrindes, Negro estará equivocada y no serás quien dice que eres.
Definitivamente me cago por la pata abajo. Él apura su aguado café con leche y se levanta. Mira su reloj muy serio.
– Veinticuatro horras.
Tras la parca conversación, Kornilov salió del comedor, se perdió por el pasillo y me dejó patidifuso ante los problemas de cálculo más complejos con los que me he topado en mi vida. ¿Por qué narices ese tío, mitad momia mitad témpano de hielo, se había parado a hablar conmigo y me había puesto tamaña prueba? ¿Qué le habría contado Negro de mí?… Tras unas horas dándole vueltas a los susodichos problemas, entre ceros exteriores derivables y funciones imposibles, decidí regresar a la residencia a buscar al responsable de los atores que me dominan desde hace unos días: el misterioso acercamiento del profesor Kornilov y la aterradora excursión a Rumanía que me espera en tan sólo 48 horas y que me tiene descompuesto.
Instantanea del profesor Kornilov. Moscú, años 80.
No me costó demasiado encontrar a Negro, estaba en el comedor de la residencia devorando unos pilmieni y arreglando el mundo con un etíope bautizado por la tropa hispana como “el espiga”. (NOTA: los pilmieni, пельмени en ruso, son una especie de empanadillas pequeñas rellenas de carne que se hierven en agua o en caldo de pollo. Es una tradición en la cocina bola y te apañan una comida cuando los encuentras. Las familias suelen prepararlos en grandes cantidades y luego congelarlos, porque basta con hervirlos para que estén listos en unos pocos minutos. Se suelen acompañar de mantequilla o smetana y se condimentan con sal y con pimienta. La tal smetana –-сметанa- es una especie de nata agria que los bolos usan a troche y moche. A mi no me gusta un pelo y me paso la vida quitándola de todos los platos como un poseso. Um… a propósito de los pilmieni congelados, en la residencia no tenemos neveras, así que toda la peña guarda los alimentos que encuentra por las tiendas en las habitaciones. Solemos meterlos en bolsas y colgarlos por las ventanas para que se conserven al fresco. La vista de la fachada de la residencia es surrelista: de casi todas las ventanas cuelgan morrales con papeo). El caso es que tras engullir una docena de pilmieni y achicharrarme la lengua del hambre que tenía, el Negro tuvo a bien suspender su intensa conversación con el espiga y hacerme caso. Cuando le conté el episodio vivido en la facultad con Kornilov, se limitó a sonreír y a decirme que dejara la mochila con los libros en mi cuarto, que la tarde la íbamos a pasar por ahí. Como le dije que Kornilov me había contado en casi perfecto castellano que su padre había muerto en España en la guerra civil, me propuso llevarme a visitar el local que los niños de la guerra españoles tiene en la Plaza Lubianka. Negro me contó que esos niños eran ya unos ancianos y que habían llegado a la URSS huyendo de Franco, debido a que sus padres habían sido republicanos represaliados tras la guerra, muchos de ellos exiliados y otros tantos asesinados. Pero antes de dirigir nuestros pasos hacia la Plaza Lubianka, Negro tenía que hacer una parada en el banco…
Plato de Pilmienis
Sí amigos, en la URSS hay bancos, pero no tienen mucho que ver con los que hay en España. ¿Que por qué? Veamos la experiencia vivida en la sucursal bancaria que hay frente a la residencia y en la que Negro tiene depositada cierta cantidad pírrica de rublos. Así fue más o menos la visita: 1. Entramos a unas oficinas en las que, como en toda institución soviética, parece haberse detenido el tiempo. De no ser por el actualizado almanaque que reposa sobre el mostrador, hubiera jurado que estábamos en los años setenta. 2. Una señora con cara de mala leche, como en toda institución soviética, nos pregunta qué queremos. Negro le enseña su carné de estudiante y le dice que quiere sacar dinero de su cuenta. La funcionaria le acerca un pequeño formulario y un bolígrafo. La cara de esa mujer me provoca un agrio escalofrío: destila mala leche por los cuatro costados, con lo tranquila que estaba ella, hemos llegado nosotros a joderle la tarde obligándole a trabajar. La caña. 3. Negro rellena el formulario y se lo entrega a la señora, que lo lee atentamente con su pose de malaje revenida. 4. La funcionaria se dirige hacia una especie de archivadores que tiene junto al mostrador, abre uno de ellos y busca entre un montón de fichas atravesadas por un cordel y ordenadas alfabéticamente. Da con la de Negro, desata el cordel, saca las fichas que la preceden y se acerca a nosotros con la ficha en la mano. 5. La mujer se asegura de que la cantidad que Negro ha anotado en el formulario es la que realmente quiere sacar. Entonces, la camarada banquera coge un boli, tacha la cantidad que figura en la cuenta de Negro y anota la cifra que queda al restarle el dinero que éste va a sacar. Luego vuelve a meter la ficha en el archivador correspondiente, mete las demás y vuelve a atar el cordón. Se pierde por una puerta. 6. A los pocos minutos vuelve a aparecer y le entrega a Negro los rublos que había solicitado. Chimpún. O sea, que aquí los bancos ni intereses, ni negocio, ni leches. Tal y como dice Negro, “son lo que tienen de ser, depósitos donde la gente mete las pelas para que se las guarden. Punto”. Lo flipo.
Tras la inmersión en el sistema bancario bolo, nos pusimos en marcha hacia el local de los niños de la guerra, que está muy cerca de la sede central del KGB. Glups. Según cuentan, Lubianka es una de las plazas más vigiladas del planeta y a los bolos no les gusta mucho pasar por allí, por lo que pueda pasar. El edificio en cuestión da muy mal rollo a la gente. No me extraña, tiene una pinta muy malita. No sé si será porque uno ya va sugestionado, pero sólo de verlo me han temblado las canillas. Además, la plaza está presidida por una escultura de Dzerzhinsky, el fundador del KGB. Al llegar al lugar nos topamos con un montón de gente que se arremolinaba en una de las esquinas de la plaza. Resulta que el miércoles inauguraron un monumento a todos aquellos que se pasaron por la piedra en la época de Stalin. El monumento consiste en una simple roca y hay unos cuantos ramos de flores a su alrededor. Algunas personas guardan silencio, hay mujeres que lloran y hay gente que conversa sobre el asunto. Pese a que mi ruso va viento en popa gracias a las clases intensas de la camarada Popova, no llego a entender ni papa de las discusiones. Negro me traduce que un tipo dice que lo de la piedra esa en medio de la calle no le convence mucho mientras siga existiendo la KGB y el edificio monstruoso a tan sólo unos metros. Otro dice que eso es la Perestroika, hacer que parezca que las cosas cambian mientras que todo sigue igual. Hay quien no comparte esa opinión y la discusión sube de tono. Una señora cuenta que su padre fue desaparecido por Stalin en los años cuarenta. Se masca la tensión en el ambiente…
El local de los niños de la guerra está entre el susodicho edificio del KGB y el Dietski Mir (Детский мир, literalmente “mundo infantil”), unos grandes almacenes dedicados por entero a los niños. Al llegar al local lo primero que uno se encuentra es un retrato enorme de una viejuna que sonríe presidiendo la entrada. Negro me dice que es “La Pasionaria”, esa mujer a la que idolatran las señoras camaradas del ropero de la facultad. Nos adentramos en el local, en el que no hay mucha gente y la media de edad está en los setenta años. Mujeres conversando, música española del año de la tana sonando desde un viejo tocadiscos… Apasionante. Un señor se nos acerca y abraza a Negro efusivamente. Nos ofrece un café que, según cuentan, es el mejor que uno puede tomar en toda la ciudad. Bien, a partir de aquí empezó el acabose, bueno, mi acabose…
Como me falta un hervor y estoy en la inopia, me dejé llevar por lo mítico del lugar y, ni corto ni perezoso, me pimplé el primer café de mi vida. Luego, llevado por lo interesante de la conversación con el señor amable y dado el nivel de consumo del líquido negro que demostraba idem, me tomé otras tres tazas de café sin pestañear. Justo en el momento en que Negro y el señor amable sacaban un tablero de ajedrez, yo comenzaba a sentir unos escalofríos y unos sudores de la leche, amén de unos retortijones que atribuí al abrazo fraternal entre la cultura cafetalera de puchero y el dudoso estado de la carne que envolvían la docena de pilmienis que había engullido en la residencia. Corrí al baño y evacué el abrazo fraternal unas diez veces, todo ello entre unos escalofríos tremebundos y un estado de nervios como en mi vida había sentido. Descompuesto e histérico, me senté en un rincón del local y me enfrasqué en los enrevesados problemas de Kornilov hasta vencer las ecuaciones que se me resistían y los nervios que me dominaban, quedándome dormidísimo durante un par de horas. Cuando desperté, Negro estaba a mi lado revisando los ejercicios. Tras unos segundos, me devolvió el arrugado papel, sonrió y se fundió conmigo en un abrazo que yo atribuí a la cazalla que había pimplado en compañía del señor amable.”Lo sabía… Bienvenido”, me dijo en medio del abrazo cazallero. Tras despedirnos del señor amable y protagonizar dos excursiones más a los excusados, salimos del local dando tumbos, yo por los estragos de la cafeína y Negro por el nivel de cazalla en sangre.
Por el camino no hubo manera de descifrar el misterioso “Bienvenido” de Negro, pero me contó que el señor amable se llama Luis Mercader y es el hermano del tipo que asesinó a Trotsky. La caña. El pirao que mató al tal Trostky era español. Yo sabía que Stalin había ordenado que se lo quitaran de en medio porque Hugo, el hondureño, me había soltado el rollo sobre la obra y milagros del padre de su secta una mañana en que me pilló despistado y no pude huir a tiempo. Negro me ha dicho que es un gusto visitar a los niños de la guerra, porque cuentan unas historias alucinantes y se aprende un montón de este país. Lástima que el estrago cafetalero me privara de las conversaciones. Al menos me provocó milagrosamente la lucidez suficiente como para superar la imposible prueba de Kornilov. Tengo que volver a visitar a los encantadores niños viejunos…